Texto: Ana Cristina Ramos
Fotografías: Consuelo Pagaza
Videos: Robin Canul / MaOGM
10 de septiembre de 2017
La deforestación por la siembra agroindustrial de soya ha provocado la pérdida de más de 40 mil hectáreas de selva en la región de los Chenes en Campeche. En los últimos años, los mayas que habitan la zona desde hace miles de años decidieron defender su tierra y su aire, pero también su principal forma de vida: la apicultura
HOPELCHÉN, CAMPECHE.- Primero se corta uno de los extremo del tronco, el jobón. Adentro se ve el panal: miles de abejas sin aguijón siguen trabajando. Con un palo, una mujer o un hombre maya revientan los potes, las figuras esféricas que están alrededor del panal. La miel empieza a caer.
La escena se ha repetido miles de años. La cultura apícola de los mayas se puede rastrear hasta tiempos prehispánicos, con los dibujos del Códice Tro Cortesiano, uno de los tres escritos que se conservan de la época; en él se encuentra un calendario apícola y por lo menos 50 imágenes donde se pueden apreciar estas abejas rojizas que no tienen aguijón: las meliponas, una especie nativa de la zona que no es agresiva. Aunque la melipona ya no es la predilecta para los apicultores de la zona, que en el siglo XX optaron por la abeja europea porque su producción de miel es mayor, sigue teniendo la función básica de cuidar el panal.
La tradición apícola es el sustento de las familias chenes, como se conoce a la región maya que habita en Campeche. Juanita Keb Tec es una joven que vive en Cancabchén –la región de la montaña, a 50 kilómetros de la cabecera municipal Hopelchén–. A ella su papá le enseñó el trabajo cuando era una niña y aunque todavía le da miedo la convivencia con las abejas, recuerda con una sonrisa los días de cosecha.
“A mi y a mis hermanitos nos gusta ver como sacan la miel, se ve muy bonito, además, cuando era niña en temporada de cosecha de todo te compraban. En un año bueno con ese dinero que consigas logras hacer tu casita y lo podías utilizar para los estudios”, dice.
Pero este año, las imágenes de las abejas trabajando en los panales fueron sustituidas por otras más aterradoras para la gente de aquí: colmenas vacías, abejas muertas y equipo para la apicultura recolectando polvo en los closets. El señor Carlos Tec pasó de ganar 150 mil por dos cosechas anuales a 4 mil 500 por las últimas cosechas. Lo mismo pasa con los demás apicultores de esta zona, que no hablan de otra cosa que de las pérdidas que tuvieron y el desplome de su fuente de trabajo.
“Trabajé muy bien la apicultura 20 años, gracias a dios, de esos años ahorré un poco. Sí me dio resultado, gracias a dios llegaron a estudiar todos mis hijos, llegaron a ser profesionistas… pero no es justo para los hombres más jóvenes que no van a tener la misma oportunidad de proveer por sus familias”, dice Tec.
¿Qué es lo que está amenazando a las abejas de Hopelchén? En los Chenes no tienen dudas: es la deforestación de la selva que han hecho las comunidades menonitas para abrir paso a campos de cultivo de soya transgénica.
No es un asunto menor. En menos de una década, la Península de Yucatán ha perdido 98 mil 151 hectáreas de selva y sólo en Campeche, de acuerdo con Global Forest Watch, 41 mil 312 hectáreas de selva se convirtieron en campos de cultivo. Así que este año la sequía duró 8 meses y las abejas no tuvieron flores para producir.
Leydi Pech, una de las líderes del movimiento de resistencia contra los transgénicos, lo explica de este modo: “si no hay monte, no hay selva, no hay flor, no hay donde viva la abeja, si no hay abejitas no hay miel, y si no hay miel pues las familias, ¿cómo vamos a vivir?”
México es el tercer país que más exporta miel en el mundo y en la Península de Yucatán –es decir, en Yucatán, Campeche y Quintana Roo- se produce más de la tercera parte de la miel nacional.
El principal comprador de la miel mexicana es Alemania. En septiembre del 2011, el Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea dictó restricciones para comercializar productos que contengan organismos genéticamente modificados y el año siguiente, los germanos devolvieron un lote de miel de la comunidad Champotón debido a que contenía polen de soya modificada. Fue la primera vez que en los Chenes escucharon la palabra que no los deja dormir: transgénicos.
Los apicultores comenzaron a buscar en sus respectivos pueblos quien sembraba soya y de qué tipo; luego, solicitaron información y capacitaciones para entender el problema al Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR), a la Universidad Autónoma de México (UNAM) y a Greenpeace. Aún ahora, muchos consideran que les faltó tiempo para asimilar la información.
Sin el consentimiento previo de los mayas, la soya transgénica llevaba sembrándose en pequeñas cantidades desde el 2001.
En 2012, un año después de del dictamen del Tribunal de la Unión Europea, la Secretaria de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) le entregó a la multinacional Monsanto el permiso de liberación comercial de soya genéticamente modificada.
Monsanto controla 90 por ciento del mercado internacional de semillas transgénicas. La empresa se fundó en 1901 en Saint Louis, Missouri y llegó a México en 1950 donde compró Mattel y fabricó productos como Barbie y Hot Wheels. En 1981 se enfocó en el desarrollo de organismos genéticamente modificados que soportaran un herbicida –químico que impide el crecimiento de hierbas– que desarrollaron en los setentas llamado Roundup, conocido en México como Faena. Para su director, Hugh Grant, la misión de Monsanto es simple: dar a los agricultores las herramientas para ayudarlos alimentar a la población global en crecimiento. Lo que no dice es que las semillas y el herbicida están patentados para uso y venta exclusiva del corporativo.
En el mundo, los transgénicos son controversiales. Los estudios científicos, hasta la fecha, no han encontrado pruebas concluyentes de que las semillas genéticamente modificadas sean en sí cancerígenas; sin embargo el ingrediente principal del herbicida con el que se rocían, el glifosato, fue clasificado por el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer de la Organización Mundial de la Salud como probablemente cancerígeno.
Ante la incertidumbre diversos países, principalmente europeos liderados por Alemania, aprobaron en 1998 una moratoria que evitó el comercio de transgénicos. “Se cierra el mercado europeo a los transgénicos y estos bajo un discurso de vamos a alimentar a los pobres del mundo se mueve al sur, llega a Argentina, Brasil, Sudáfrica, India y México”, explica Rodrigo Yanes, investigador de la UNAM que ha acompañado el proceso de consulta de los Chenes.
El 5 de junio del 2012 la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) le dio a Monsanto el permiso para sembrar soya transgénica en 253 mil quinientas hectáreas en siete estados de la República: Campeche, Quintana Roo, Yucatán, Chiapas, Veracruz, San Luis Potosí y Tamaulipas.
La noticia puso en semáforo rojo a las comunidades. Las cadenas humanas que deletreaban MaOGM (Ma significa No en maya y OGM son las siglas de Organismos Genéticamente Modificados) se esparcieron por la península. Luego comenzó el proceso legal.
“Me acuerdo muy bien que empezamos a hacer reuniones en las comunidades, el tema era tan preocupante que las comunidades nos empezamos a aglutinar, más como una preocupación, como el miedo de ¿qué va a pasar? E insistimos, a través de las leyes, que tenemos que ser escuchados”, dice Leydi Pech, una mujer de voz grave y cuyas manchas en la piel revelan horas de trabajo bajo el sol.
Los amparos interpuestos por organizaciones de apicultores y comunidades de los Chenes detuvieron el permiso de siembra en el 2012. Monsanto lo recuperó al siguiente año y continuaría surtiendo de manera legal la semilla transgénica hasta el 4 de noviembre del 2015, cuando la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación prohibió la siembra de transgénicos, en tanto no se realizara una consulta a los pueblos indígenas de Hopelchén.
La sentencia, sin embargo, se basó en el derecho que tienen los pueblos originarios a ser consultados sobre decisiones que afectan su territorio, pero no tomó postura respecto de las afectaciones a la salud ni al medio ambiente que produce la siembra de semillas transgénicas o el uso del glifosato.
En Latinoamérica ya hay evidencias de lo que para muchos puede ser el futuro de México por la siembra de la soya transgénica: en Argentina, donde la siembra comercial comenzó desde 1996, la Red de Médicos de Pueblos Fumigados con glifosato estima que hay 13.4 millones de personas afectadas en 20 años, y en Brasil se deforestaron 2 millones de hectáreas de la Amazonia.
En México, las mayores afectaciones hasta ahora son para los mayas de Campeche. En Yucatán, el gobernador Rolando Zapata, decretó el 26 de octubre del 2016 que su estado es libre de organismos genéticamente modificados. Y en Quintana Roo, la industria hotelera ha puesto resistencia y documenta una de las pocas multas que ha emitido la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa)) por carecer del permiso para realizar un cambio de uso de suelo que deforestó tres predios. Pero la amenaza ya se ha dirigido también a esta zona, donde muchos agricultores y campesinos han optado por vender sus tierras ante la precaria situación económica que tienen.
Los mayas la llaman el kankap. Es una franja de tierra roja que se extiende por kilómetros a lo largo del monte y enmarca los cultivos de soya, las casas, los jardines, todos perfectamente alineados. Afuera de las casas se ven mujeres cubiertas de pies a cabeza en vestidos azules, mientras los hombres caminan por los campos enfundados en sus overoles.
Los menonitas llegaron a estas tierras apenas hace tres décadas. Venían del norte, de estados como Tamaulipas y Chihuahua, huyendo de la violencia provocada por grupos criminales y buscando mejores condiciones para sembrar. En 1987 fundaron Nuevo Progreso, la primera colonia menonita en Campeche.
Al principio, los mayas aceptaron bien a esta comunidad nómada de origen europeo. Los menonitas primero se asentaron en tierras nacionales (lo que significa que la federación les tiene que dar un permiso), pero luego fueron creciendo sus campos de cultivo y empezaron a rentar y comprar tierras a los pobladores originarios. Mayas y menonitas convivieron en paz por más de 20 años… hasta que los primeros empezaron a tener problemas con su propia producción.
“Cuando llegaron (los menonitas) incluso los admirábamos por su forma de trabajar. Uno no podía evitarlo viendo las extensiones de tierra tan grandes que trabajaban, pero ahora razonamos que todas esas hectáreas antes eran nuestra selva”, dice Luis Alberto Ortíz Parra, representante del consejo de vigilancia de Cancabchén.
Los mayas que trabajan las tierras de los menonitas ganan entre 150 y 180 pesos al día
Irma Gómez González, quien ha asesorado la resistencia desde el 2010, realizó un estudio para la organización Educación, Cultura y Ecología (Educe) sobre la percepción que tienen los mayas sobre los menonitas y asegura que los problemas empezaron cuando los primeros se dieron cuenta que sus vecinos sembraban los transgénicos que les vende Monsanto.
Así comenzó esta relación dual y difícil entre mayas y menonitas, cuya tensión ha ido creciendo ante la mirada impasible de las autoridades estatales y federales –que no hacen nada para atender el conflicto–, y el provecho de Monsanto, que sin meterse en problemas sigue vendiendo sus productos a través de los nuevos vecinos.
“Por un lado los menonitas generan empleo, sobre todo los que producen hortaliza, contratan mucha mano de obra. Hay pueblos pequeños, pero enteros que dependen del trabajo con los menonitas. También son proveedores de créditos, compran las semillas, proveen insumos, rentan los tractores Pero por otra parte, los daños a la apicultura han sido inmensos”, explica la investigadora.
Ahora, cuando preguntamos a los mayas por los menonitas, cuentan que son racistas, que en la radio suena una frecuencia en alemán, que son la razón de que se estén muriendo sus abejas. Los conocen como “los tirantes” y “recuerdan a las termitas, miles que se van comiendo toda la madera que encuentran”.
Y cuando preguntamos a los menonitas sobre el conflicto, dicen que los propios chenes tapan sus apiarios y les tiran el glifosato, que han tumbado árboles porque les toca hacer el trabajo de limpiar las orillas de los campos, que prefieren sembrar transgénico porque el glifosato es más barato que el herbicida que tienen que utilizar para sembrar la soya huasteca.
Para los mayas los menonitas se han convertido en el enemigo, pero entienden que hay dos grupos trabajando en la zona, mientras que maldicen a los “hibridos” como ellos los llaman –los que explotan la agricultura industrial y utilizan avionetas para fumigar – han tenido conversaciones exitosas con los menonitas ortodoxos de la zona, aquellos que no utilizan tecnología.
El conflicto va escalando: la multa a un menonita por quebrar el pavimento de Dzibalchen con su tractor se tradujo en el despido masivo de trabajadores cheneros y ahora cuando los mayas van a buscar trabajo con los menonitas su contrato depende de si están participando en la consulta indígena que determinará si se pueden sembrar organismos genéticamente modificados.
Además de la apicultura, la cosecha de maíz nativo en la región también ha sufrido la invasión del cultivo de soya, un grano que en las últimas dos décadas ha triplicado su producción en el mundo, de acuerdo con los datos de la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
En el estudio La expansión del cultivo de la soja en Campeche, México: Problemática y perspectivas, Flavia Echánove concluye que “los subsidios otorgados por el gobierno mexicano reflejan un intento de lograr una reconversión del cultivo del maíz hacia el de soya”.
Los datos oficiales indican que, desde 2007, el gobierno otorgó subsidios a productores y compradores del grano de la soya a través de dos programas de apoyo: Pro Oleaginosas y Agricultura por Contrato. El apoyo de Pro Oleaginosas es hasta de 600 mil pesos para un productor que tiene 200 hectáreas –tres mil por hectárea– y los productores pueden pedir otros apoyos.
En cambio, el apoyo para los que siembran maíz nativo es nulo. La mayoría de los cheneros sólo tienen el ProCampo, que les paga 700 pesos por hectárea y los obliga a comprar las semillas para generar facturas y comprobar el gasto, pues de otro modo les reduce el apoyo. El problema es que el maíz criollo no se compra, nace de la cosecha anterior, así que los productores no pueden usar esa producción como comprobante para mantener el ProCampo.
Por otro lado, la Bolsa de Futuros de Chicago –que determina los precios de venta del maíz y la soya– le da un valor más alto a la soya que al maíz, mientras que las ganancias por la venta de miel y soya son casi idénticas.
“Los subsidios y apoyos que antes estaban destinados al maíz, ahora se los dan a la soya, cuando nosotros siempre hemos sido maiceros, casi casi nos quieren obligar a comprarlo”, dice indignado Gustavo Huchín.
La batalla del maíz contra la soya parece perdida en esta zona. Información del Servició de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP) registra que, en 2016, en Campeche se sembraron 9 mil 116 hectáreas de maíz y 36 mil 385 hectáreas de soya. Y hoy, México es un país que importa soya.
Al principio eran seis comunidades las que se organizaron para presentar una demanda por la siembra de los transgénicos. Muchos de los apicultores ya estaban en comunicación sobre los riesgos de la agricultura industrial desde que conocieron el estudio de Educe y asistieron a un foro en la ciudad de Campeche donde organizaciones nacionales e internacionales discutieron las consecuencias de los transgénicos. Así que comenzaron a organizarse y después de tres años, los Chenes finalmente consiguieron una sentencia para detener la siembra de soya transgénica en sus patios traseros.
El día que se dio la sentencia, tres cheneros asistieron a la sesión de la Suprema Corte de Justicia. Entre ellos se encontraba Leydi Pech, quien ahora narra ese momento: “Uno nunca se imagina que su caso va a llegar, para mí fue muy emotivo el momento, porque pensé valió el momento todas las luchas, toda el hambre, el cansancio, me vino a la mente todas las reuniones cansadas y también pensar que ahora viene otra etapa, porque no sabemos cómo nos va a ir con la consulta”
Naayeli Ramírez, asesora legal a las comunidades, explica que al dictamen de la corte se le sumó la recomendación 23/2015 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos la cual incluyó a las 36 las comunidades afectadas, no sólo a las demandantes, y obligó al Servicio Nacional de Sanidad Inocuidad y Calidad Agroalimentaria (SENASICA) a realizar monitoreos mensuales en la zona para confirmar que no se sembrara.
Sin embargo, la sentencia fue sólo el inicio de la resistencia de los Chenes. Lo que ha seguido es un largo y tortuoso camino para la consulta, que tiene cinco etapas: acuerdos previos, información, deliberación, consulta y seguimiento de acuerdos. Apenas está en la primera etapa y no hay un plazo para terminarla. Sobre todo porque –acusan los pobladores- las autoridades a cargo de la consulta los han discriminado, saboteado, amenazado y desacreditado.
La última maniobra de la Comisión Intersecretarial de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados (CIBIOGEM) fue cancelar la séptima sesión de consulta planeada para este 9 de septiembre, argumentando que los representantes asignados deben ser acreditados mediante un acta de asamblea. Es decir, las autoridades, encabezadas por Sol Ortiz, de CIBIOGEM, y Pedro Armetia, de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), están desconociendo a los representantes con los que ellos mismos han negociado durante un año y medio.
“Nos mantenemos unidos por conducto de los representantes de cada comunidad, nosotros tenemos reuniones en Hopelchén y llevamos los acuerdos a las comunidades… y así ha sido siempre”, dice Feliciano Ucan Pot.
Cheneros llaman a la última sesión de consulta un teatro
En Hopelchén, 34 de las 36 comunidades que en abril de 2016 comenzaron el proceso de consulta aún no están satisfechas con las propuestas del gobierno. Se niegan a que la información que se de a la gente durante el proceso sólo provenga del gobierno. Además, quieren un resarcimiento de daños, que se reforeste, y que la decisión final sea legalmente vinculante.
Por sobre todas las cosas, los Chenes también quieren que se respete su derecho a aportar su propio conocimiento al proceso de consulta.
En 1995, Leydi Pech inició un sueño con 15 mujeres de la comunidad Ich-Ek: rescatar a la abeja melipona para que sus hijos la conocieran.
“Dijimos: ‘no es posible que algo tan importante en nuestra cultura sólo lo conozcan por el libro y no en persona’”, cuenta.
La organización se llamó Koolel Kab. Empezó en una casita de paja, con los conocimientos que les transmitieron sus madres, la paciente recolección de abejas nativas para rellenar los jobones y la distribución de su mercancía en frasquitos de Gerber. Luego, con préstamos de sus vecinos y del Instituto Nacional de Economía Social, construyeron el local que tienen actualmente, y tuvieron su oportunidad de crecer cuando la cadena de Uayamón las contrato para entregar un pedido de jabones.
En el 2014, el colectivo recibió el premio Iniciativa Ecuatorial de la Organización de las Naciones Unidas por su labor de protección a la abeja en el ambiente. El premio permitió entender a Leydi Pech cómo su trabajo impactaba los roles de poder y género dentro de la comunidad, pues le dio voz a las mujeres en el proceso de consulta.
Ahora, ella ve a las abejitas meliponas como un espejo de su propia resistencia: “Nosotras siempre hemos dicho que nos identificamos con las abejas porque son muy organizadas, muy trabajadoras y que no les importa si hace frio, si hay calor, si está lloviendo, siempre están trabajando, entonces yo creo que así somos las mujeres, siempre estamos trabajando.”