Texto y fotografías: José Ignacio De Alba
17 de septiembre de 2017
Este hombre no cambió el mezcal por el oro. Sin pretenderlo, Glafiro Carreto se convirtió en el último artesano del aguardiente en un pueblo donde todos se volvieron mineros. La historia de Carrizalillo es la historia de un pueblo pobre que abandonó lo que sabía hacer por la promesa de una vida más próspera y sólo ha encontrado la muerte. Glafiro Carreto es una muestra viva de que había otras opciones
CARRIZALILLO, GUERRERO.- Glafiro Carreto es el hombre más envidiado de su pueblo. En su casa están a la venta más de 2 mil litros de mezcal blanco que elaboró cuidadosamente. Sus vecinos son clientes exigentes, pues ellos también fueron mezcaleros. Buenos mezcaleros. Pero cuando llegó la minera canadiense Gold Corp y les propuso sacar oro de sus tierras a cambio de dinero, todos, excepto Glafiro, cambiaron la hechura del mezcal por el oro.
Carrizalillo está en la parte baja de la zona serrana de Guerrero, en el municipio de Eduardo Neri. Es un lugar de montañas rocosas y vientos cálidos, de cañadas profundas y tierras coloradas. Muchos de los 1,000 habitantes del pueblo se apellidan Celso y Peña. O Peña y Celso, que para el caso es lo mismo: todos de alguna forman son parientes. La historia común entre estas familias siempre fue el mezcal, de hecho, en el pueblo se dice que Carrizalillo fue fundado por buscadores de magueyeras llegados de Xochipala. Pero todo cambió con la llegada de la mina: los campesinos se volvieron mineros, construyeron casas de dos pisos y comenzaron a enfermarse. Luego, como casi todo el estado de Guerrero, y como casi todo el país, el pueblo quedó atrapado en una guerra entre bandas criminales.
Glafiro Carreto, de 75 años, de piernas corvas por montar mulas, panza abombada y manos magulladas, anda sin perderse por las jorobas de los cerros, por peñas lejanas y por los márgenes de los ríos. Desde que tenía 14 años ha tenido chamacos con tres mujeres diferentes. Entre sus 13 hijos hay militares, licenciados, un veterinario, mujeres que fueron robadas por sus novios, alguno que falleció y otros tantos de los que a veces olvida cómo se llaman, qué hacen y dónde viven. Pero el más chico, también llamado Glafiro Carreto, le ayuda a elaborar mezcal en la destilería.
Los Carreto se han mantenido al margen del negocio de la minería. Aunque Glafiro recibe una renta de la minera como ejidatario, nunca dejó de producir el aguardiente ni aceptó trabajo en la mina.
-¿Por qué no abandonaste el mezcal?- le pregunto con curiosidad.
-Pues no tengo otra chamba, y eso es lo que sé hacer- responde Glafiro, sin mayor explicación.
La gente de Carrizalillo sabe que vendió su alma al diablo. Aquí, la primera empresa minera que conocieron fue Grupo Peñoles, que abrió socavones –túneles- para sacar oro. Pero lo hizo sin mucha notoriedad por la poca cantidad de minerales que extrajo.
Todo cambió en 2005, cuando la minera canadiense Gold Corp retomó el proyecto y puso en operación una mina a cielo abierto. La Secretaría de Economía otorgó el primero de los permisos a Gold Corp y su subsidiaria LuisiMin para explotar la mina bautizada como Los Filos; a dos kilómetros de allí la compañía canadiense negoció con Peñoles y la estadounidense Newomnt el traspaso de la concesión donde ahora está la mina El Bermejal.
A partir de entonces, en Carrizalillo nadie volvería a ser pobre y nadie, tampoco, volvería a tener paz. Los mezcaleros resultaron ser los dueños de una fortuna que siempre estuvo oculta para ellos, imposibilitados para sacar el oro y sin tener conocimiento de la ley agraria, vendieron 970 hectáreas de tierras del ejido a Gold Corp, que empezó a desarrollar un proyecto minero a gran escala. “Megaminería”, le dicen ahora a estos boquetes que hacen en la tierra. La minería a cielo abierto opera sobre la superficie desmontando montañas con dinamita y maquinaria pesada; saca toneladas de tierra y separa los minerales con potentes químicos.
Gold Corp es la cuarta compañía en el mundo de la producción de oro. Y buena parte de sus ganancias las obtiene de sus minas en México. El proyecto de Carrizalillo es tan grande, que las dos minas están prácticamente unidas y sólo las separa la carretera que lleva al pueblo.
Tajo a cielo abierto de la mina Los Filos, una de las dos minas que cambiaron la vida del pueblo.
En 2007 un tribunal agrario declaró ilegal la compra, porque la tierra de uso común no se puede vender según la ley agraria. La mina ya era la principal productora de oro del país y Gold Corp ofreció una renta risible de 8 mil pesos anuales por hectárea. Los pobladores de Carrizalillo hicieron un plantón para exigir un trato de arrendamiento justo y el gobierno les echó a la policía. Con todo, gracias a la presión de diferentes organizaciones, los demandantes lograron tener un trato que entonces pareció justo: 13 millones de pesos de renta anual y un contrato único en América Latina, renovable cada año y con la inclusión de cláusulas sociales (que nunca se cumplieron).
Pero la realidad es que la mina cambió todo en Carrizalillo. Los magueyales y las milpas desaparecieron y en su lugar aparecieron enormes agujeros de tierra roja. La horizontalidad entre los ejidatarios se acabó con la renta de las tierras; ahora el que quiera trabajar en la zona tiene que pedir empleo a los patrones de la mina y el que quiera comer tiene que comprar productos empaquetados. El daño en el ambiente ahora es irreversible, así como el aumento de las enfermedades. Las mulas, burros y caballos andan sueltos entre las casas con la soltura de su abandono, pues los ejidatarios cambiaron las bestias por automóviles con los pagos de GoldCorp.
En pocos años, Carrizalillo pasó de ser un pueblo de casas de adobe de una planta a una colonia de palacetes de dos pisos de ladrillo y hormigón, que pueden tener muebles tipo Luis XV, pero siguen cocinando con leña. Y los mezcaleros, uno a uno, fueron dejando la hechura de mezcal para convertirse en mineros.
La producción de mezcal cayó de 30 mil litros en 2004 a 2 mil litros en 2008, según el estudio Ecología Política de la Minería en América Latina, elaborado por la UNAM, en Carrizalillo. Esos 2 mil litros son los que ahora produce solo Glafiro Carreto. Y los únicos que se producen en Carrizalillo.
Glafiro Carreto me cita “a la más buena hora posible” en Carrizalillo para llevarme al lugar donde destila los magueyes para fabricar el mezcal. Y a la mañana siguiente, cuando llego a su casa en el primer transporte público, me hace ver mi suerte “Ya casi lo iba a dejar”. El hombre de brazos gruesos encilla las mulas, amarra a los cinchos costales con víveres, montamos las bestias y salimos del pueblo con las garrafas para transportar el mezcal.
Nos enfilamos entre las crestas de las montañas, por senderos que las mulas ya conocen. El vértigo se aparece en los filos de las cañadas. Los perros se ocupan de perseguir tejones y pájaros. El trompique de las bestias con las piedras es constante y el viento cálido las hace jadear de cansancio.
El maguey silvestre desapareció de los cerros que ahora son
tajos.
Glafiro instaló su destilería en un lugar donde abundan los magueyes silvestres. En el camino, el hombre va tanteando cuales ya están buenos. Las mulas lanzan mordiscos a los pastos altos y Glafiro les corrige el paso azuzándolas con una vara.
En el camino para llegar a la pequeña factoría de los Carreto bajamos hasta escondrijos debajo de los barrancos y cruzamos un par de ríos casi secos donde las mulas se paran a tomar agua. De vez en cuando, un avión comercial pasa a miles de kilómetros de la tierra y no puedo evitar pensar en lo lejos que viven Glafiro y sus mulas de la gente que viaja en aviones.
El sentimiento de soledad lo da sobre todo el silencio. A veces las mulas bufan o Glafiro canta o los perros ladran. A ratos, me cuenta que de niño fue pastorcito de chivos y aprendió el oficio de su papá, Carlos Carreto. Sus abuelos no eran mezcaleros, “esos murieron jodidos –dice- ellos sembraban frijolitos y maisito y luego agarraban chapulinsitos y nomás eso comían. Pura tortillas con chapulines”. Su madre, Rosa Aponte, se murió de una infección de parto. Estuvo agonizando ocho días. “En ese tiempo yo no sabía nada de nada, ni a menos para hacerle un baño o una comidita o las curaciones. Qué íbamos a ir a un hospital. No teníamos ni para comer qué cosa íbamos a saber qué era hospital”, dice Glafiro.
Después de casi tres horas de viaje, un olor dulce, alcohólico, nos reconforta. Llegamos al predio El Aguacate donde está la destilería, que no es ni siquiera un cuarto. Bajamos de las mulas y las descargamos. Enfundada en unas botas de hule, Areli, la nuera de Glafiro, nos ofrece tacos de frijoles con chiles y agua de río para beber.
Segunda destilación del maguey, en la última etapa de elaboración del mezcal.
Glafiro hijo y Areli me dicen que aunque no me conocían ya sabían que iba a llegar, cuentan que por la mañana estuvo cantando el pájaro “quiz” que anuncia la llegada de visitas. Cuando les pregunto más del tema, dicen que el jilguero es el pájaro alegre y que el pochacuate “canta cuando se muere el indio”.
Glafiro Carreto hijo y Areli su esposa procesan los corazones de maguey para iniciar el proceso de fermentación.
México es el tercer productor de heroína en el mundo, después de Afganistán y Myanmar según la Oficina de Naciones Unidas Para las Drogas y el Delito. Y en México, el estado de Guerrero es el rey del negocio: más de mil 200 comunidades pobres del estado dependen de la producción de amapola. Y por las extrañas reglas del sistema económico, esa producción le sirve a los campesinos para sobrevivir y a los traficantes para ganar millones de dólares.
La “guerra contra las drogas” que inició el ex presidente Felipe Calderón en 2006, acabó con los viejos pactos en los que los grupos criminales se dividían el país y comenzó una batalla campal que se extendió en toda la República y multiplicó las formas del crimen: asesinatos, desapariciones, secuestros, extorsiones.
A Carrizalillo, las bandas criminales llegaron cuando vieron que la gente empezaba a tener dinero por la renta de la mina. Primero fueron Los Rojos. Su primera víctima fue Gilberto Celso Solís: lo mataron, lo hicieron pedazos y lo echaron en una barranca por no pagar “cuota”. En 2011 le tocó ser secuestrado al comisario, Santos López García. Un grupo encabezado por Onofre Peña Celso y su hijo Sergio fue al pueblo de Mezcala a tratar de liberarlo, pero el resultado no pudo ser peor: Santos López murió en el lugar y Sergio Peña fue desaparecido. Eso derivó en una guerra intestina entre Rojos y Guerreros Unidos, o entre Peñas y Celsos, o Celsos y Peñas, porque al final, todos quedaron en un bando o el otro. Comenzaron a matarse entre familias. Y el odio fue tal que el pueblo quedó dividido geográficamente y el único territorio neutral era la escuela.
En 2014 la historia dio un giro, con la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en Iguala. Carrizalillo está a menos de una hora de Iguala. El gobierno señaló al grupo Guerreros Unidos, que entonces también tenía el control de Carrizalillo, como responsable de la desaparición. Así que la Procuraduría General de la República realizó una búsqueda de los normalistas en el pueblo y el entonces comisario, Nelson Figueroa, aseguró –sin pruebas- que el exalcalde de Iguala, José Luis Abarca y su esposa, María Pineda, estuvieron refugiados en casas de la familia Peña Celso cuando estaban huyendo de la justicia.
Como sea, el asesinato entre hermanos, vecinos, ex socios hizo que en 2015 la mitad del pueblo se tuviera que desplazar por la violencia. El único negocio que prosperó ese año en Carrizalillo fue el de los herreros del pueblo, que recibieron muchos encargos para forjar ventanas y portones blindados.
A Onofre Peña y Antonio, su padre, los asesinaron en Iguala, a donde habían ido a refugiarse. Y ni muertos los dejaron regresar a Carrizalillo. Mariano Peña, el hermano de Antonio, tuvo que conformarse con despedirse a través de la foto del periódico.
Pero a pesar de la violencia, la mina no detuvo sus operaciones. GoldCorp siguió sacando, en promedio, 270 mil onzas de oro cada año de estas tierras. Las instalaciones de la mina son cuidadas por elementos de la Policía Federal, el Ejército mexicano, la policía bancaria y la policía del estado.
Glafiro Carrero tampoco se fue de Carrizalillo, donde se ostenta como el único depositario de la receta de mezcal de los Carreto, una fórmula que ha existido por cuatro o cinco generaciones.
Mezcla del maguey martajado con agua.
La construcción donde está la destilería tiene forma rectangular, el techo es de palma y las paredes son tan bajas que no es impedimento para los animales entrar. De vez en cuando uno de los burros asoma la cabeza buscando comida. Entonces, todos los que están adentro le avientan piedras y le gritan “¡ooo Burro!” o a veces “!jijo de la chingada pinche burro!” A veces, también, Glafiro sale y lo agarra a manotazos.
La receta del mezcal de Glafiro Carreto está grabada en su memoria. Ninguno de sus hijos sabe en qué consiste, aunque Glafiro Carreto hijo ha deducido algunas de las claves después de trabajar años con su papá. Por ejemplo, dice que la mezcla de lodo con que se sellan las ollas de cobre tiene hormigas que robustecen el sabor.
Pero la receta del excelso mezcal no se reduce a uno o dos secretos. La alquimia empieza con tener la paciencia de encontrar los magueyes anchos que ya estén maduros. Hay que saber cortarlos y luego saber cocinarlos. La cocción se hace con un tipo de piedra y durante dos o tres días a fuego lento y con madera que no eche mucho humo. Ya tatemados se dejan reposar para que no estén tan secos.
Una vez cocinados los corazones de los magueyes hay que mortajarlos con machete hasta dejarlos molidos para exprimirles la miel. La molienda se deposita en unas tinas de madera de ayacahuite, una madera fina que el tiempo no destruye “no pasan los años por ella” asegura Glafiro padre.
A los magueyales cocidos y depositados en los barreños se les echa agua de río en su debida proporción. El agua fría se saca una barranca que baja casi hasta la destilería. El tiempo hace que la fermentación haga lo suyo, las tinas con los días empiezan a burbujear: el mezcal empieza a tomar vida.
Aún hay que hacer el proceso de destilación en ollas de cobre, mezclas de barro y un fuego vivo y constante.
El mezcal blanco empieza a salir después de destilarlo dos veces, el grado de alcohol lo mide Glafiro padre sólo con olerlo y para estar seguro llena hasta la mitad un zocote (cáscara de coco) con mezcal y con un carrizo los succiona con la boca como si fuera un popote. Luego tapa con el pulgar el extremo haciendo que el vacío deje el mezcal en el cilindro y deja caer el líquido en el recipiente de nuevo para ver el perlado de la bebida, al final dice seguro: “este tiene 70 grados”.
Con las burbujas (perleado) del mezcal se determina la calidad y el grado de alcohol del mezcal.
Glafiro padre dice que el consumo de mezcal puede poner a las personas valientes como un león, felices como un chango o tan miserables como un marrano. A él, ser borracho lo llevó a tener muchos amigos, uno de ellos, Ricardo Rendón, llegó a ser presidente municipal de Zumpango y agradecido por la generosidad de su amigo lo nombró comisario ejidal del municipio en 1983. Glafiro cumplió con su cargo a pesar de que no sabía “nada de nada” y cuenta que cuando iba a hacer casamientos o bautizos la gente le decía “usted sí que es chingón, ni testigos necesita”.
En cambio, Ricardo Rendón moriría años después por culpa de su agravado alcoholismo.
El mezcal, brebaje ritual, aligera la sangre, mengua los dolores y revitaliza al desguanzado. Pero ni todo su poder puede curar el repertorio de enfermedades que trajo la minería al pueblo de Glafiro Carreto: más de la población presenta malestares respiratorios; un tercio tiene problemas en el sistema nerviosos o en el pelo; el 18 por ciento tiene problemas en los oídos. Todo esto está registrado en estudios que han hecho organizaciones que se oponen a la minería.
Pero no hay que ser especialista para darse cuenta de que es este pueblo hay niños que “nacen chuequitos”, y mucha gente a la que “le salen enfermedades”, como el chipote que trae Mariano Peña en la frente y que no sabe de qué le salió.
En Carrizalillo hasta el aire está enfermo. Las albercas de químicos –tinas de lixiviado- que la minera usa para lavar las tierras para extraer oro están al aire libre. El sol, y el viento llevan y traen las partículas de sustancias de metales pesados por el pueblo, sus montes y sus ríos. El consumo de fauna silvestre casi acabó porque los animales morían de formas extrañas. Uno de los casos más conocidos es el de Sofía Figueroa y Fidencio López, que estuvieron expuestos al cianuro mientras trabajaban para GoldCorp y murieron de cáncer.
Los males también han llegado a la casa de Glafiro. Eneleida Peña, su esposa, dejó de acompañarlo en sus viajes a la destilería y a cortar magueyes porque le empezaron los dolores en la cabeza. Al principio, los distraía con el mezcal, que “todo cura”, pero siempre volvían.
Eneleida es la encargada de vender el mezcal de los Carreto, unos 2 mil litros al año. La tarifa varía dependiendo del humor de Eneleida: a veces son 100 pesos por litro o a veces 70. El comprador es invitado a quedarse a tomar unos tragos a cuenta de la casa, y con fortuna se puede recibir una porción de regalo.
Eneleida es una mujer amable y platicadora que cuenta que unos extranjeros han venido de lejos a tratar de hacer negocios, pero “lo querían que limpio de bacterias, algo así como la leche, dijeron, y no, pues yo le dije que aquí lo hacemos natural, de pura forma artesanal. Entonces se fueron a Chilpancingo a comprarlo al Tecuán”.
Eneleida ya sabe ahora que sus dolores son provocados por un tumor en el cerebro, pero lo que los médicos no le han dicho es de qué le salió. Una parte importante de las ganancias de la venta del mezcal se han agotado en medicamentos de este mal, que la familia no relaciona con la mina.
Me despido de Glafiro Carreto en la puerta de su casa. Me dice que se alegra de que yo no haya sido un secuestrador “esque como están las cosas uno ya no sabe”. Me da tres litros de mezcal y la promesa de vernos pronto.
Después de la llegada de la mina, las promesas de progreso terminaron en enfermedad, muerte y desolación. FOTO: Ximena Natera
En el centro del pueblo, una veintena de adolescentes están sentados en la banqueta. Los muchachos ríen mientras miran el celular de uno de ellos. Los chalecos antibalas y los rifles de asalto que cargan les estorban, algunos mejor optan por dejarlos recargados en la pared. La mujer de la tienda de abarrotes comprarte la risa y de vez en cuando, una camioneta con pistoleros que patrulla pasa a saludarlos. Los armados hacen chequeos a todo el que entra o sale del pueblo.
Es el progreso que dejó GoldCorp en los once años que estuvo explotando las tierras de Carrizalillo. El año pasado, la empresa decidió traspasar su concesión de 50 años a la mina Leagold Minning, también canadiense.p>
A un kilómetro del pueblo paso por la entrada de la mina, con el nuevo letrero de Leagold Mining, donde policías federales requisan a los que entran a las instalaciones de la minera.
Sí, Carrizalillo es un pueblo que vendió su alma al diablo: la mitad de las casas están vacías y en la otra mitad vive gente enferma, o armada, o encerrada en sus portones de hierro. El panteón se ha llenado de tumbas de pobladores que murieron de enfermedades extrañas, como la niña que nació con un riñón, dos soplos en el corazón y los dedos del pie izquierdo pegados, o los que mató la ambición por el oro.
Pero Glafiro Carreto se aferró al humilde oficio de ser mezcalero, guardó el secreto para hacer mezcal y hoy se ostenta como el hombre más dichoso del pueblo.