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En un pequeño pueblo de Zacatecas, un estado de tradición minera, un arriero y un minero jubilado enfrentan el poder del hombre más rico de México, cuya empresa ha destruido las casas, las escuelas, el cine y la iglesia para instalar una mina a cielo abierto. Su resistencia lleva ya 10 años. Entre las ruinas que quedan de Salaverna, ellos y sus familias se niegan a seguir la suerte de otros poblados que, engullidos por las mineras, hoy son pueblos fantasma

 

SALAVERNA, ZACATECAS.- Cuando cierran los ojos pueden verlo. Retazos de recuerdos donde suenan música y voces. Ahora, los pasos de dos hombres truenan sobre el empedrado de una calle que se empina y desciende. Las piedras sueltas podrían ser del camino o escombros. Ya todo parece ser la misma materia destruida. Pero si cierran los ojos aún pueden verlo.

“Salaverna era como un nacimiento de navidad, adornado, colorido. Con ese espíritu de seguridad y pequeñez que arropaba”, dice Roberto, y Miguel asiente.

El viento vibra en los oídos cuando baja por las montañas semidesérticas que brillan con la melancolía del cobre y el mineral. Roberto de la Rosa es alto y espigado, de voz rápida y lúcida. Miguel Vázquez es pequeño y taciturno. Escribe más de lo que habla porque su caligrafía cursiva es extendida y bella. Uno es arriero y otro un minero jubilado. Cuando caminan por lo que aún queda de Salaverna, parece que su amistad estaba destinada.

— Ahí está la escuela donde trabajaba tu esposa, ¿no? —, pregunta Roberto, y Miguel, corto de palabra, asiente de nuevo.

— Ahí mero la conocí, me venía desde lejos namás pa´verla — responde. 

Los dos hombres se han acostumbrado al silencio despoblado, de respiraderos subterráneos y crujir de tierra. Se acostumbraron a sólo escuchar sus pasos sobre las piedras. Los hombres de la minera Tayahua ya no se aparecen por aquí. Entran bajo tierra y no se les ve otra vez.

Hace 10 meses, esos hombres barrieron con buldóceres la iglesia, las escuelas, las casas. Pertenecen a la mina propiedad de Grupo Frisco, de Carlos Slim, uno de los hombres más ricos de este mundo.

Sólo en lo que va de 2017, Slim aumentó su fortuna en 1.46 billones de pesos, una cifra que equivale al dinero que circula en México. Es decir, si vaciáramos todos los bancos del país, las tiendas, las carteras y alcancías, y juntáramos todos los billetes, sería apenas la cantidad de dinero que el magnate obtuvo este año.

Pero aún con ese poder, su empresa no ha logrado sacar a estos dos hombres de Salaverna para cristalizar su proyecto de extracción a cielo abierto en este pequeño poblado de Zacatecas.

Ellos siguen el camino y lo que antes era calle topa ahora con una construcción sin techo y de cimientos grandes. Es uno de los edificios más grandes de Salaverna, quizá el más imponente después de lo que fue la iglesia: el cine del pueblo. 

— Yo entré dos veces, no siempre había dinero. Me metía cuando llegaban los artistas, cantantes de Monterrey, Evita Muñoz, Chachita, María Eugenia Llamas, La Tucita, muchos vinieron. ¿Tu todavía lo viste?

— No, yo llegué en 1980 de trabajar en otras minas. Ya se había acabado el cine. Aquí era un salón de bailes. Ahí, donde dices que estaba la pantalla, se ponía la banda a tocar — le responde Miguel, con la respiración agitada de un hombre que respiró metal durante toda su vida.

En Salaverna sólo queda un puñado de casas en pie. En los agujeros de las ventanas se revuelven figuras que aparecen y desaparecen como si fueran apariciones. Todos se fueron, todos vendieron, todos esperan que la minera se compadezca y negocie con ellos, que les de algo, dinero, casa, cualquier cosa. Todos menos Roberto y Miguel, y sus familias, que nunca se irán del pueblo.

— Ahí estaba el paso de los camiones, ahí nos sentábamos a esperarlos. Del otro lado estaba el juzgado, la iglesia donde me casé con Micaela. Cuando venías bajando del cerro, ese que se ve ahí, el Temeroso que le llaman, veías las lucecitas del pueblo. Sí, así como un nacimiento— interrumpe Miguel, y Roberto dibuja una sonrisa por el recuerdo.

Sus miradas son hendiduras agudas y brillantes que se cierran para recordar. Sus ojos brillantes se pierden aferrándose al recuerdo de Salaverna. Dos amigos con los ojos cerrados platican y ríen al filo de un pueblo fantasma que se niega a ser devorado por la ambición del hombre más rico de México.

Caminan y recuerdan el pueblo que los acogió y les dio hogar. Mantienen el recuerdo vivo porque esa es una forma de luchar también. Caminar y recordar. El arriero y el jubilado saben que mientras ellos luchen por esta tierra, Salaverna vive. 

La destrucción

Micaela Samarripa nació en Salaverna. En 65 años de vida atesora recuerdos, como la vez que el actor Fernando Casanova, ícono de los años de oro del cine mexicano, visitó la comunidad. También, cuando los bulldozers de la minera destruyeron lo que quedaba del pueblo.

Don Roberto sabe que las empresas mineras dictan las reglas y deciden el destino de los pueblos en esta región.

 

El día que llegaron las máquinas, Micaela se mantuvo firme con el puñado de mujeres que estaban en el pueblo.

 

"Irnos sería humillarnos, pisotear nuestra dignidad (...) Yo, si es necesario, agarro las armas”: Miguel Sánchez Arroyo.

 

“La resistencia es por la forma de vida que tenemos, nos quitarían la existencia”: Miguel Sánchez Arroyo

 

Me dijo señora: 'tiene que desalojar su casa porque están en peligro'. Le dije que que aquí nos íbamos a quedar bajo nuestra responsabilidad”: Micaela Samarripa

 

Le gusta cocinar pulpa de carne. La sazona con chícharos, zanahoria y papa. A veces la convierte en albóndigas y otras,  le pone mole. Esta vez acompaña su historia con tortillas de harina envueltas en cajeta y café.

La cocina de la familia Sánchez Samarripa es amarilla, limpia y llena de comida fresca. Cada quince días surten su despensa en Concepción del Oro, a 40 minutos de Salaverna. Con las amenazas de desalojo, también vino el abandono de los proveedores de víveres que llegaban al pueblo. Es por eso que los estantes de la única tienda del pueblo están vacíos.

El día en que las máquinas de la empresa Tayahua —adquirida por Grupo Frisco en 1992—, destruyeron Salaverna, ella y su hija estaban en casa. Sólo había mujeres en el pueblo porque los hombres habían salido a reunirse con representantes de la minera en la capital del estado. Era 23 de diciembre. Las máquinas llegaron a las 8:30 de la mañana. Las camionetas de la Policía Estatal de Zacatecas bloquearon los caminos pedregosos de la comunidad. Como testigos estaban funcionarios de Protección Civil estatal y de la minera Tayahua.  

Tres horas después, a las 11 de la mañana, máquinas demoledoras destruyeron el kinder, la primaria, la telesecundaria, la iglesia y una casa.

Para la empresa y las autoridades, los habitantes de Salaverna hace tiempo que no existen. En el Manifiesto de Impacto Ambiental que entregó la empresa de Carlos Slim a la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) solo una vez se menciona a los habitantes de Salaverna. En más de 400 hojas, un párrafo refiere que se tendrá que “reubicar” a la población de 150 familias.

Y el documento resolutivo de Semarnat a favor del proyecto minero, con fecha del 8 de octubre de 2013, ni siquiera menciona a los pobladores.

Incluso, seis meses antes, el nueve de abril del 2013, Gregorio Macías Zúñiga, alcalde de Mazapil, municipio al que pertenece Salaverna, se manifestó a favor del proyecto siempre y cuando se realizaran los pagos correspondientes de uso de suelo. No hizo mención alguna sobre el desalojo de sus habitantes.

La destrucción parece haberse detenido a las puertas de la casa de Micaela. Ella se mantuvo firme junto con el puñado de mujeres que estaban en el pueblo. En la casa de una de sus vecinas aún queda uno de los bulldozers que la minera no pudo recuperar luego de que los sacaron del pueblo. Un memorial oxidado de aquel día.

Micaela prefiere que las memorias de Salaverna sean otras; las fiestas patronales de junio que atraían a los pobladores de Mazapil y Concepción del Oro; el sabor del asado de boda en los bailes y de sus años como maestra en un colegio de monjas que se abrió debido a la alta demanda de niños que necesitaban educación.

Roberto

Don Roberto sabe que las empresas mineras dictan las reglas y deciden el destino de los pueblos en esta región.

 

“Ni el mismo Slim come igual de tranquilo como lo hago yo en esta loma”, Roberto de la Rosa

 

“Al menos nuestro mensaje lo hemos llevado a muchas partes. Ponemos como ejemplo lo que ha pasado en Salaverna para que otras comunidades no le abran la puerta a la minería de cielo abierto".

 

“Yo soy de los que piensa que las mineras crean las condiciones para que uno les sirva y dependa de ellas”

 

“Nosotros defendemos nuestro espacio, nuestro territorio y la salud de nuestro ecosistema. Ellos tratan de sacar los recursos naturales que generan para nosotros enfermedad. Es criminal"

 

Un día de 1962 su abuela lo despertó y le dijo: tenemos que irnos, ya no queda nada. Providencia, un pequeño poblado que está a un kilómetro de lo que ahora es Salaverna, se había quedado sin recursos cuando la minera Peñoles —propiedad de Alberto Baillères, el tercer hombre más rico del país— alteró el cauce del río y decidió hacer otra entrada a la mina, lejos del pueblo. Los habitantes, en su mayoría campesinos, se quedaron sin agua y sin empleo. Roberto, con 11 años de edad, se refugió en Salaverna. 

“Ya no queda nada de mi pueblo. Cuando yo voy a Providencia miro puras ruinas y lloro”, dice Roberto, quien ahora está sentado en la sierra mirando desde lo alto otras ruinas, las de Salaverna. 

El sol se va poniendo y el cerro bautizado como El Temeroso parece ahora una piedra de ámbar. A lo lejos, una laguna artificial brilla y desecha vapores; el polvo de los camiones gigantescos de la mina Peñasquito se levantan sobre el horizonte ocre. Esparcidas alrededor se alcanzan a ver un puñado de pequeñas casas de molde abandonadas. 

La minera Peñasquito, ubicada a 15 kilómetros de Salaverna, es la segunda mina a cielo abierto más grande de Latinoamérica y es filial de la canadiense Golcorp. En 2005 reubicó a más de 150 ejidatarios de esas tierras y los metió en casas cercanas a la mina, mismas que ahora están desoladas.

A 150 kilómetros está San Felipe Nuevo Mercurio, donde los habitantes reubicados ahora lidian con los residuos tóxicos que dejó la operación de la mina Recicler en 1970. En El Cobre, a 16 kilómetros de Salaverna, la mina Aranzazú cerró hace un siglo y convirtió al pueblo en un recuerdo. A 28 kilómetros, la minera en Nochebuena también dejó un pueblo fantasma. Más lejos, a 300 kilómetros, minera Real de Ángeles propiedad de Grupo Frisco, cerró en 1994 dejando un grave daño ecológico y al pueblo desolado. 

En Noria de los Ángeles y Vetagrande sucedió lo mismo. Salaverna está rodeada de pueblos que comparten su historia, aunque ninguno resistió tanto como lo hacen las familias de Roberto y Miguel, quienes alternan una batalla legal con acciones políticas.

Este año, después del intento por desalojarlos, han realizado jornadas culturales en la capital del estado y han invitado cineastas, periodistas y activistas para que documenten su resistencia y los apoyen a difundirla. 

Desde lo alto ve su pequeña casa color turquesa, como el de las piedras que atrajeron a los Huachichiles a poblar este paraje. Hace inventario de los tesoros que guarda ahí abajo. Si tuviera que entrar a salvar sus pertenencias, Roberto pasaría de largo la pila de libros en donde reluce el Manifiesto Comunista de Karl Marx y los reconocimientos que ha recibido por su activismo. Iría directo al altar en el rincón de su habitación y tomaría la estampa de un beisbolista: Antonio Briones, La Saeta de Salaverna. Jugador de los Indios de Ciudad Juárez que en 2008 entró al Salón de la Fama del Béisbol por ser uno de los mejores roba bases que conoció el país. 

“No sólo es famoso. También es mi amigo. Viene seguido a Salaverna. Estuvo aquí hace una semana, pero no se queda. Le entristece mucho lo que hicieron con nuestro pueblo, pero le da gusto que nosotros sigamos aquí”, explica Roberto con su risa desdentada.

Salaverna es el epicentro donde Grupo Frisco planea instalar la mina a cielo abierto, pero también serán afectadas las comunidades cercanas de Las Majadas y Santa Olalla. En 10 años, los 20 pobladores de Salaverna que resisten han logrado detener un proyecto que amenaza con destruir el medio ambiente de toda la región.

Hasta 2015, en el estado había 2 mil 410 concesiones mineras vigentes y la mayor parte del territorio se encuentra en posesión de empresas transnacionales. En un estado donde las mineras dictan las reglas del juego, esta es la primera vez que se crea una resistencia tan decidida.

“Yo creo que al menos nuestro mensaje lo hemos llevado a muchas partes. Ponemos como ejemplo lo que ha pasado en Salaverna para que otras comunidades no le abran la puerta a la minería de cielo abierto. Si nuestros mensaje sirve para que se alerten y hagan una buena defensa, ya es un avance”, dice Roberto complacido, mientras saca de su morral una servilleta con tortillas que echa al fuego.

“Estamos contra el hombre más rico del país, ese hombre que tiene un demonio dentro que le exige tener siempre más. Es muy desgastante y disparejo. Al final, nosotros estamos más motivados porque vale la pena arriesgar la vida por esto”.

Roberto es un hombre de fe. Aunque le destruyeron la iglesia, todos los días pide por ver a Salaverna como antes  fue y que su amigo beisbolista regrese a visitarlo más seguido. Ha encontrado otras formas de estar cerca de Dios. A veces es así, tirado sobre la tierra, comiendo tortillas quemadas a las brasas.

“Ni el mismo Slim come igual de tranquilo como lo hago yo en esta loma, estoy en mi pueblo y no ambiciono nada”, dice, y muerde la tortilla mientras el sol termina de caer.

Miguel

 

Don Miguel se detiene junto a las ruinas de la casa de quien fue su vecino por más de una década. Prende un cigarro apenas se extingue la brasa del anterior. Su respiración suena como el silbido de una olla de presión. Su rostro se descompone de enojo al pensar que hasta su propio vecino abandonó el pueblo y permitió que la empresa destruyera su casa.

Él es un hombre que ha vivido bajo tierra, que vio cómo las luchas sindicalistas eran reprimidas y disueltas por las empresas. Ahora sus vecinos se rinden por 15 mil pesos y una casa prestada.

“Irnos sería humillarnos, pisotear nuestra dignidad. Aquí hay que pelear y aceptar las consecuencias (...) Yo, si es necesario, agarro las armas”, dice Miguel inflando el pecho.

Su cuerpo cruje cuando suelta la bocanada de humo. Los 24 años que pasó trabajando en esa industria le dejaron de herencia la dificultad para respirar y una pensión de 7 mil pesos mensuales. Es de los afortunados.

En las regiones mineras de Zacatecas, un trabajador promedio gana entre 1,500 y 2 mil pesos cada semana. Los más experimentados suelen ganar hasta 5 mil pesos y el riesgo de trabajo es alto. Las historias se propagan en cada pueblo minero: Que sacaron tres muertos. Que sacaron uno. Que otro perdió el brazo. Que los sacan muertos de la mina y luego dicen que se murieron en el camino. Miguel dice que los ha visto y que no tiene miedo de decirlo.

La realidad de los habitantes de pueblos mineros como Salaverna es muy diferente a la que presume la Minera Tayahua, una empresa que en 2016 generó ganancias por más de 2 mil millones de pesos y que jura que su proyecto de minería a cielo abierto traerá desarrollo económico y trabajos “decorosos”.

Pero a pesar de ser una de las principales zonas mineras de Zacatecas, el municipio de Mazapil, donde se ubica Salaverna, no ha sido beneficiado por ese progreso. De acuerdo con las cifras más recientes de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), un tercio de la población del municipio tiene rezago educativo y 3 de cada 10 habitantes no tienen acceso a servicios básicos de vivienda; además 23.1 por ciento vive con “carencia por acceso a la alimentación” y 12.5 por ciento con “inseguridad alimentaria severa”, lo que sea que eso signifique. 

Los pobladores de estas tierras tienen que vivir en ambientes inestables de trabajo y lidiar con la carencia de servicios básicos como el agua.

Miguel señala hacia Mazapil y Concepción del Oro, dos comunidades que hoy sufren, las minas se han bebido el agua en su afán de encontrar minerales entre toneladas de químicos. Ahí los habitantes tienen que comprar garrafones de agua a 60 pesos porque el líquido llega a en tandeos cada dos semanas.

Miguel prende otro cigarro y patea las piedras en su camino. Su enojo en contra de la minera contrasta con el silencio reinante ahora en Salaverna. Le cuesta creer que todos renunciaran por tan poco, que sus vecinos permitieran que, una vez más, las mineras arrasaran todo a su paso.

 

 

Isamar Flores fue la primera que llegó a vivir a Nuevo Salaverna, el conjunto de casas que la empresa construyó para reubicar a las familias de Salaverna. Era 2012. Las casas estaban vacías, el silencio pesaba y el sol brillaba sobre el asfalto hasta ofuscarla. No era igual que en su casa, donde podía ver el atardecer desde lo alto de la loma.

A ella la habían amenazado, le dijeron que si no tomaba la casa, despedirían a su esposo.

Isamar había llegado a Salaverna 26 años atrás. Ahí se casó y tuvo su primer hijo, que tenía dos años, cuando los hombres contratados por la empresa rompieron la puerta de su casa y sacaron sus cosas para llevarlos a su nuevo  hogar. 

De acuerdo con el abogado de la comunidad, Efraín Arteaga, de la Unión Agrícola de Trabajadores (UNTA), se trata de un desplazamiento forzoso. Más porque, cuando las familias acceden a irse por miedo a perder su empleo, la empresa llega y destruye las casas para que no haya forma de volver a habitarlas.

Así le ocurrió a Isamar, quien fue testigo de cómo destruían su casa en lo alto de la loma. Así también comenzó el proceso con el que, en cinco años, la depredación de la minera ha removido a la mayoría de los pobladores. Con ayuda del gobierno estatal, porque junto con las familias se llevaron también los servicios públicos a Nuevo Salaverna; a los maestros y las escuelas, a los doctores y el Centro de Salud, al párroco y a la iglesia del Sagrado Corazón, emblema de Salaverna desde que se creó en el periodo colonial.

El problema que permite estas violaciones a los derechos de los pobladores es el vacío legal que generó el litigio agrario por la posesión del pueblo, explica el abogado. 

En Salaverna, los habitantes no son propietarios legales de la tierra, porque no tienen títulos de propiedad de los terrenos en donde han vivido por generaciones.

Los pobladores aseguran que el polígono de 5 mil 650 hectáreas en donde viven pertenece a tierras nacionales, es decir, no es ejido ni propiedad privada.  La empresa de Carlos Slim se dice propietaria de 3 mil 854 hectáreas en donde se instalará la mina a tajo abierto y ha presentado una escritura y recibos de pago predial para comprobar su derecho.

Sin embargo, el abogado de los pobladores sostiene que las escrituras que presentó la empresa son apócrifas.

“No presenta constancias de que la propiedad privada haya sido obtenida de manera legal y no hay antecedentes registrales de la compra”, explica Efraín Arteaga en entrevista.

Este litigio deberá ser dirimido por la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano  (Sedatu) quien primero deberá resolver si Salaverna es terreno nacional y después, si accede a la solicitud de los pobladores para obtener la posesión jurídica de sus terrenos.

Aún con el litigio en proceso, la minera y el gobierno estatal continúan amedrentando a la población. Así lo constata la recomendación que realizó la Comisión de Derechos Humanos de Zacatecas en marzo de 2017. En el documento, que no fue aceptado por la Secretaría de Gobierno, se acredita la violación a los derechos humanos de los pobladores, además se recomienda inscribir a las víctimas de los desalojos al Registro Estatal de Víctimas.

Los pobladores que quedan en el viejo Salaverna siguen lidiando con las adversidades como pueden: traen agua del cerro, recorren caminos para abastecerse de víveres, organizan protestas afuera de la Sedatu o festivales culturales en favor de la preservación del pueblo.

El esposo de Isamar fue despedido por la minera y ahora sabe también que el día que quieran lo pueden sacar de la casa. Ella lamenta haber tenido miedo y dejarse llevar a Nuevo Salaverna, donde se lamenta de las goteras, de las puertas desvencijadas, del calor que se encierra en las habitaciones, de sentirse  “arrimada” en una casa que no le pertenece.

Nunca será igual que su casa en lo alto de la loma, por donde se oculta el sol. 

* * *

Roberto camina por entre los matorrales del semidesierto. Va acompañado de sus 150 chivas. Le interesa dejar en claro que en Salaverna no sólo existen minerales bajo sus pies. Siembra maíz y frijol, además tiene un huerto de duraznos, acelgas, mezquite, y unas pencas de nopal.

“Tenemos que ser autosuficientes, hay recursos naturales, hay muchas cosas que podemos hacer sin necesidad de trabajarles a esa gente. Yo soy de los que piensa que las mineras crean las condiciones para que uno les sirva y dependa de ellas”, explica y lanza un grito para enfilar el andar de sus animales.

Convencer a la gente que se puede vivir del campo en un desierto parece una tarea ingrata. Lo es. Por eso, muchos temen que, si se manifiestan en contra de la minera, puedan perder desde el trabajo, hasta la pensión o en el peor de los casos, la indemnización por accidentes laborales. Y tanto las amputaciones, como el daño pulmonar son el riesgo de todos los días. 

“Lo importante es la conservación de todo el valle, los recursos, sus especies endémicas como el pino Yoanis o el venado cola blanca. Para mi, un ecosistema sano se refleja en todos los que lo habitamos. Si nosotros tenemos un ecosistema contaminado, nosotros vamos a estar enfermos”, dice.

 

 

Roberto le atribuye un poder curativo a su pueblo. Hace 20 años enfermó en una mina de Monterrey. No podía caminar, le dolía el cuerpo. Un día le dijo a su esposa que quería regresar a Salaverna pensando que podría morirse. El primer día que llegó logró caminar. En un mes ya podía andar por la sierra. Su familia no lo creía y él decidió alejarse de la ciudad y trabajar en el campo.

Su lucha ahora es para demostrar que se puede vivir de algo más que no sea la minería. Dice Roberto que él no sigue aquí por sus muebles ni por sus pertenencias, no quiere una casa en Nuevo Salaverna, no quiere una indemnización, o una pensión. Si él sigue firme en Salaverna es para sentir los atardeceres desde la loma, para que los venados y los osos sigan mirándose por entre los pinos, para que las huertas de orégano perfumen el aire.