Texto: José Ignacio De Alba
Fotografía y video: Ximena Natera y Antonio Aguilar
3 de abril de 2019
Los kumiai son el más numeroso de los cinco pueblos yumanos que quedan en Baja California. Conservan la libertad que solo concede la vida nómada y han aprendido a sobrevivir con las reglas de un país del que no se sienten parte. Aún así, están en peligro: un Estado nacional que aparentemente los ignora, amenaza ahora con quitarles su territorio
TECATE, BAJA CALIFORNIA.- Norma tuvo que suprimir los nombres de su clan para poder tener una acta de nacimiento mexicana: en vez de Mischuih le pusieron Meza y en vez de Kuijas quedó Calles.
Tenía 13 años cuando tuvo que ponerse sus primeros zapatos para ir a la escuela y aprender español. Un tío de ella pensaba que si sus sobrinos querían progresar debían estudiar. Así que su madre vendió unas gallinas para comprarle el calzado
Cuatro décadas después, Norma habla un castellano fluido y luce una larga trenza negra sujetada con cueros. Tiene los ojos avellana, como las que cuelgan en su collar, que fulguran cuando asegura que ser Kumiai es el orgullo más grande de su vida, pero está preocupada porque sabe que su tribu está en grave peligro de desaparecer.
“Veo que en las comunidades que han estado por años, donde nacimos, las gentes se están yendo porque no hay programas (para la población kumiai). Por eso yo me estoy metiendo más y más, quiero que nos respeten como los primeros pobladores, aunque seamos poquitos”, dice.
Ella quiere heredar a sus nietos lo que vivió ella de niña: “bien hermoso, no íbamos a la escuela a puro jugar no la pasábamos, cazábamos conejos”. Es consciente de que el legado de su tribu sólo se conservará con el territorio, por eso, dice, la educación de sus hijos servirá “para luchar y seguir luchando”.
Norma Meza vive en Tecate, Baja California, el viejo rescoldo de sus antepasados convertido en sede de una compañía cervecera. Nos recibe en su casa, en Valle de las Palmas, a una media hora de la cabecera municipal para llevarnos a recorrer Puntas de Nejí, una de las tres comunidades donde habitan la mayoría de los kumiai.
Antes de salir, nos cuenta que Tecate viene de la palabra kumiai Iytacat, que es el lugar utilizado por su tribu para cortar leña o hacer ceremonias. El nombre también fue apropiado por la popular marca de cerveza que llegó en los años 40 a la ciudad y que adoptó como imagen de fondo la montaña Cuchumá, que para los Kumiai es sagrada, porque fue el lugar del fin del mundo donde se refugió un guerrero cuando la tierra se inundó. Los Kumiai piensan que si uno va triste o enfermo a la montaña se cura. También van a estar en soledad para regresar a sus casas y sentirse aliviados.
Durante 10 mil años, los Kumiai fueron un pueblo nómada que ocupó el norte de la península de Baja California y el sur de Estados Unidos. A diferencia de los pueblos mesoamericanos, que se asentaron en comunidades, los Kumiai siempre fueron cazadores y recolectores errantes. Si les faltaba agua buscaban ríos; si era temporada de piñón subían a la sierra; en las épocas calurosas se refugiaban bajo piedras apiladas y otras veces guerreaban o comerciaban productos con otros grupos, como los Pa ipai.
Los primeros misioneros que llegaron la parte alta de la Baja California los asombraron porque las sotanas y el monoteísmo no existían en estas tierras inhóspitas del norte de México. Para ser más exactos tampoco existía México. En el siglo XVII, los conquistadores españoles pensaron que la península era una estéril isla, pero su ocupación era importante para ganar posiciones estratégicas y el territorio quedó anexado a la Nueva España. Los amerindios eran tan bravos que a esta región le llamaron “la tierra de las guerras vivas”.
Doscientos años después, México cedió parte de su territorio a Estados Unidos, y la Nación Kumiai quedó dividida. Pero el peor golpe llegó en 2001: después del atentado contra las Torres Gemelas el gobierno estadounidense blindó su frontera y los Kumiai quedaron definitivamente separados, no sólo en dos países, sino en dos realidades: unos asignados a una reserva dentro de un imperio, y otros desposeídos, olvidados y dispersos.
Hoy los Kumiai mexicanos viven en la periferia del municipio de Tecate, habitan en casas rodantes y guardan en cajones sus hermosas plumas, hierbas medicinales y sus ropas tradicionales. Quedan poco menos de mil, asentados sobre todo en tres comunidades de la Sierra de Juárez: San José de La Zorra, la Huerta y Puntas de Nejí y Peña Blanca.
“Éramos una nación, pero fuimos desplazados. Nos dividieron y nos acabaron”, dice Norma.
El rastro de los Kumiai está marcado en toda la zona. En la escarpada Rumorosa, donde pasa una difícil carretera que conecta a la península, los primeros Kumiai dejaron pinturas rupestres, que son resguardadas por el Instituto Nacional de Antropología e Historia en un lugar conocido como Vallecitos. Las pinturas permanecen en pequeñas cuevas o bajo montículos de piedras. Son rojas, anaranjadas y negras. Tiene forma de soles espirales, danzarines, venados, conejos.
El mundo de las pinturas es vibrante e incomprensible, incluso para Norma. Poco se sabe de esas imágenes que dejaron la huella humana hace más de mil años, pero es probable que tengan motivos espirituales. Los “brebajes de poder”, como el toloache, aportaron a ese ingenio, también el indómito paisaje donde la vida parece imposible.
Mucha de la sabiduría de los Kumiai aún sobrevive. Entre el clan de Norma se sabe, por ejemplo, que no se deben contar cuentos de día porque es un mal augurio; es más seguro hacer los relatos alrededor de una fogata y con la noche en pleno. En el pasado cuando la tribu se preparaba para la guerra, los Kumiai se tiznaban, cantaban y bailaban toda la noche pare llenarse de energía.
Los cantos sobreviven y Norma los enseña a sus nietas. Ellas se ponen faldas de indias y se trenzan el pelo para entonar los sonidos del Kuri-Kuri propio de los pueblos Yumanos. Con el ritmo de los bules, las voces dulces echan al vuelo cantos de viejas guerras. Pero también se canta al viento y a la naturaleza.
—¿Qué se pierde si ustedes desaparecen? — preguntamos, hipnotizados por el sonido.
—Nosotros perderíamos, pero la sociedad civil no perdería nada porque vendrían a explotar nuestros recursos, nuestras minas, nuestra agua. Yo creo que la sociedad se beneficiaría de que nosotros ya no existiéramos.
Puntas de Nejí está enclavada en la Sierra Juárez, a una hora de la ciudad de Tecate y prácticamente en la frontera con Estados Unidos. El paisaje es rocoso y marrón. Aridoamérica en pleno.
— ¿Por qué se asentaron en este lugar tan desértico?
— No se asentaron, ellos (los antiguos Kumiai) caminaban al mar y pescaban. Caminaban en la sierra. Eran libres. Todo era de todos. La gente iba y venía. Se podían quedar donde había agua. Pero ahora las poblaciones no se mueven a donde hay agua, sino que mueven el agua a donde están las ciudades.
Puntas de Nejí es una exigua propiedad que fue cedido por el gobierno mexicano a los Kumiai en los años setenta. Norma dice que nació aquí “libre”, en una cañada “muy hermosa”. Pero la tribu se vio obligada a dejar este sitio para encontrar trabajo en las fábricas o en la construcción, porque en la comunidad no hay escuelas ni proyectos productivos.
Ahora, sus hijos han vuelto al territorio Kumiai. Prefieren el campo que conseguir un empleo mal pagado en una maquiladora de la ciudad. “No hay oportunidades reales”, dice uno de ellos. El apartado Puntas de Nejí, lejano al “desarrollo mexicano” que el tío de Norma anhelaba cuando la mandó a la escuela, se volvió su refugio. Ella, en cambio, entendió que le tocaba pregonar por los suyos cuando murieron sus tíos y abuelos. Y desde el año 2000 tomó las riendas de su tribu.
Mientras recorremos la Sierra de Juárez, Norma nos cuenta que cada una de las enormes piedras fue una persona sabia que quedó petrificada después del fin del mundo.
El desierto es pleno, inmenso. El horizonte se pierde y parece cambiar de forma en un clima efímero. En estos lugares hay quien asegura haber visto estrellas fugaces de día. Incluso el movimiento de la luna puede ser percibido por un afanoso observador. El desierto es “pura vida” dice Norma, mientras cuenta que la savia daba energía a sus antepasados para caminar largas jornadas por estas tierras.
Los Kumiai saben que cuando los coyotes están aullando tristes alguien de la tribu morirá. En cambio, las águilas son símbolo de sabiduría, sus plumas son utilizadas para curar a los enfermos. Matar víboras de cascabel da fortuna, pero la prosperidad, “no es dinero, es salud, familia y felicidad”.
Cuando un Kumiai muere la familia prende fuego a la casa donde habitó, también se queman las cosas del difunto —a veces eso incluye coches y camionetas—. Luego, los familiares se construyen una vivienda donde estarán hasta que llegue la hora de despedir a alguien más. Y al difunto “se le da un año para que recoja su pelo, sus uñas, los pasos que caminó”.
Después de ese año, los Kumiai hacen una fiesta donde se bebe fermentado de miel, se come carne de venado y atoles de avellanas. “Luego el muerto se va para siempre”.
Después de un viaje de casi 40 minutos entre peñascales llegamos a la solitaria casa de Genoveva Cuero (o Cuaja) en Puntas de Nejí.
Norma y Genoveva se saludan con la única palabra que hemos aprendido de los yumanos: Auka, que significa “que la luz te ilumine”. Intercambian palabras en su lengua para decirse que no hay tortillas para alimentar a las vistas. Con cierta pena, Genoveva nos ofrece una taza de café soluble en la cocina de su casa.
Genoveva tiene 67 años, pelo cano y “el pellejo viejo pero el corazón joven”. Es delgada, pero asegura que antes era felizmente gorda. “Yo me siento más a gusto estando gorda que delgada, ahorita ni nacha tengo”, dice de buen ánimo.
Vive sola, fuma mucho, y se acompaña de una jauría de perros ariscos. Su casa está repleta de afiches apaches, fotografías de águilas, búfalos, lobos y caballos salvajes. Porque en esta zona del país es más familiar el tipi que la pirámide y los Kumiai tienen más en común con los indios nativos de Estados Unidos que con los indígenas del sur.
Genoveva nos cuenta que vivió más de 20 años en los casinos que los Kumiai tienen en Arizona; trabajaba dando mantenimiento a las máquinas de apostar y en limpieza. Al final, dice que prefirió volver a donde está su cordón umbilical, pues aunque aquí es más pobre, vive más tranquila. “Ya me hice vieja aquí, aquí está mejor. Porque aquí vives feliz, aquí no hace ruido, vives al aire libre”.
— ¿No dicen ellos (los estadunidenses) que son las personas más libres del mundo?
— Nah, aquí es más libre. La libertad para mi es no estar presionada, duermo a gusto, me levanto a la hora que yo quiero… allá siempre sabes a qué hora vas a empezar y tienes que levantarte a fuerza para ir a trabajar. Llegas a veces a dormir rápido, y vienes durmiendo dos o tres horas para irte a trabajar de nuevo. Todos los días lo mismo, lo mismo, lo mismo. Mañana estás pagando la renta y al día siguiente ya lo estás pagando de nuevo. Aquí no, por ejemplo, ayer me acosté a la una de la mañana por estar mirando películas.
Genoveva se dedica a sembrar calabazas, perejil, nopales. Prefiere esto que el ruido de la ciudad, “porque vive uno feliz al aire libre”. En la ciudad, en cambio, “tienes que estar pagando la renta, el cable, el teléfono, el agua, la luz. La verdad sembrar es lo único que me entretiene… ¿Qué más le pudiera decir?”, pregunta. Pero no sabe qué más decir.
Luego habla de la felicidad. Luego agrega que si fuera por ella sólo hablaría en Kumiai. “Para mí el orgullo más grande es ser india, ser Kumiai” dice.
La tarde se va rápido. Tenemos curiosidad (y pesar) de saber por qué están acabando y Norma nos dice que ha faltado sensibilidad de los gobernantes y de la gente que los ha representado. Luego agrega que también la televisión “ha contaminado nuestras mentes”. En algún momento, la conversación se dirige hacia un tema inquietante en este lugar, donde México parece un país lejano: la identidad.
—¿Ustedes no se sienten mexicanas?
— No, cien por ciento Kumiai. Mi padre, mi madre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo, todos eran Kumiai, todos eran nativos — responde Genoveva.
Y Norma completa la idea: primero que nada es india y luego mexicana… “porque estamos en México”
— Pero, si no se sienten mexicanas ¿por qué quieren cosas de este gobierno?
— Porque nosotros estábamos aquí primero —dice Norma, con una simpleza apabullante— Ellos usan todo de nosotros. Al momento de compartir Tecate, Cuchumá, todo eso, nosotros tenemos ese derecho: que nos devuelvan lo quitado.