Video: Ximena Natera y Antonio Aguilar
Foto: Ximena Natera
Texto: José Ignacio De Alba
3 de abril de 2019
De los 22 mil indígenas que habitaban la región del río Colorado hace cuatro siglos, hoy quedan mil en la Reserva India Cucapah, al suroeste de Arizona, y unos 300 en México, dispersos en los estados de Baja California y Sonora. La Unesco clasifica su lengua en riesgo de extinción. En México, la sobrevivencia del pueblo Cucapá está ligada a la pesca de la curvina, una especia endémica del Alto Golfo de Baja California. En las últimas décadas, los cucapá han luchado contra un modelo de sostenibilidad ambiental impuesto por el gobierno mexicano que niega su derecho a existir. La lucha es liderada por las mujeres.
EL INDIVISO, BAJA CALIFORNIA.- El arte de pescar consiste, sobre todo, en saber esperar. Los Cucapá esperan todo el año para que la curvina golfina desove en las aguas del Alto Golfo de la Baja California. Cada año, durante seis semanas —las mismas que dura la Cuaresma católica — estos artesanos lanzan sus pangas al agua y con sus chinchorros (redes) se enfrentan a los designios del mar.
La temporada es breve, pero intensa. El cronograma es exacto y las mareas marcan el paso de la faena. Los pescadores esperan las lunas “en cuarte” y se embarcan en busca de la curvina, un pescado endémico de la región que cada año llega a desovar a las aguas someras del Delta del Río Colorado y es la principal fuente de ingresos para esta tribu yumana que, según los pronósticos oficiales, está en peligro de desaparecer.
Cucapá significa “gente del río”. Hace siglos, los Cucapá pescaban en el Río Colorado. Pero en 1936 se inauguró la presa Hoover Arizona y Nevada y el agua dejó de correr en este lado de la frontera. En la repartición agraria, el gobierno mexicano entregó a estos indios miles de hectáreas de tierra seca en la Sierra Cucapá —a donde dicen que vuelven los espíritus de cada cucapá que muere— y dejó a muchos descendientes sin derechos comunales. Así fue como la gente del río se fue para el mar.
Al mar hay que saberlo esperar. Los indios deben permanecer en tierra hasta que llega la noche. La luna en estos días es tan clara que da sombra. Un viento gélido es la premonición de que ya viene la marea. El océano que parecía dormido cobra vida y con una ola, que los pescadores llaman “burro”, llega el agua revuelta y el mar inflamado. La orilla marina se hace accesible y las lanchas de los indios, que parecían a kilómetros del agua, ahora están a un empujón de navegar.
Se navega de noche desde El Zanjón, la zona Núcleo de la Reserva de la Biósfera, y donde se parte la península de Baja California hasta los esteros de la isla Montague. Allí, los capitanes de las pangas amarran unas embarcaciones con otras para pasar juntos la noche con el destino emparejado por los cabos. La cena de los pescadores es pobre: alguna galleta y un buen trago de bebida con la camaradería que sólo da la mar. Luego, sobre las redes y en la proa de la lancha se envuelven los pescadores en cobijas y chamarras. La noche es estrellada, helada y sorprendentemente tranquila, aunque nos cuentan que bajo este mar han quedado pescadores y pangas engullidos por las olas.
El Mar de Cortés está enmarcado por los desiertos de Sonora y Baja California. Su fondo marino está lleno de vida: por las noches, el agua bulle por los aleteos y las bocanadas de aire de los animales, algunas creaturas se vuelven fluorescentes y otras acechan en la tranquilidad. No en vano, el explorador Jacques Cousteau nombró a este lugar “el acuario del mundo”.
Los esteros donde descansan las lanchas traicionan a los marineros que despiertan tarde; la marea deja refugiados entre cañadas a los pescadores de los infortunios del mar profundo, pero la bajamar puede dejar varados los botes en el fango salitroso. Así que más vale estar atentos cuando despunta el sol de la mañana.
Hace apenas unos años, los Cucapá humeaban las embarcaciones en rituales, cantaban, bailaban, pedían permiso al mar para navegar y pescar. Pero ahora están más preocupados por los trámites administrativos y por las vedas que impone el gobierno para la pesca.
EL Zanjón, su lugar de ceremonias, ha sido invadido por pescadores que vienen de otros lugares donde se han impuesto vedas. También comparten el mar. Incluso, dividen el trabajo con pescadores de Sonora y Sinaloa que suben a la península donde tienen más oportunidades de conseguir trabajo. Ahora, en la temporada de pesca, el Alto Golfo de California se atesta de lanchas pesqueras, son miles los botes que compiten por la presa y las ganancias de un negocio que apenas es rentable.
La lancha en la que vamos se llama “Cucapá” y es propiedad de los indios nativos, pero está comandada por dos sinaloenses: Pablo, el capitán, y su ayudante Samuel. Ellos cobran su parte con el treinta por ciento de todo el pescado que consigan. El resto es para la propietaria de la lancha. En el bote también trabaja un joven cucapá que cuida la embarcación y la pesca.
El capitán Pablo lleva siempre la mano en el timón y la mirada puesta en el cielo en busca de gaviotas. Esas aves —además de ser de buena suerte— también andan pescando, así que las lanchas se dirigen a donde revolotean para apañarles la presa.
Otra técnica de pesca consiste en apagar el motor de la propela, guardar silencio y acercar las orejas al fondo de la lancha. Allí, con el sentido aguzado se puede escuchar cómo “ronca” la curvina. Es la señal para echar la red.
Cuando no parece haber mucha suerte se tira el chinchorro donde se arremolina el agua con la esperanza de llevar algo a tierra. Pero no son pocos los que en busca de rebosar las redes con curvinas terminan con un par de jaibas.
El capitán tiene la piel curtida por el aire salino y el sol del trópico. Mientras come un sándwich explica lo benéfica que es la luna en la pesca y en la vida. Recomienda, por ejemplo, sembrar árboles con luna creciente y jura que no se deben subestimar los poderes astrales en la fertilidad de las mujeres. Pero también es sabido que la luna llena encrespa demasiado al mar y que su luz tiene efectos negativos con gente propensa a enfermedades. Por eso, la curvina pescada es cubierta con cobijas y chamarras para que la luz de luna no estropeé la pesca.
En tierra, los Cucapá esperan sus lanchas, arman fogatas y platican. Se alistan para cuando llegue el embarque. Mucho se hace en tierra para que estén las lanchas navegando en los días en que desova la curvina: se alistan permisos, se arman motores, se arreglan pangas, se consigue dinero para el combustible. Las mujeres mayores dirigen las operaciones, desde la salida de las pangas hasta las transacciones comerciales. Las más jóvenes limpian el pescado. Los hombres también participan, pero es evidente que ellas llevan las riendas.
En el mar, después de lanzar chinchorros, perseguir gaviotas y estar atentos al “ronquido” de la curvina el capitán desespera de no sacar nada del agua. Su tripulación ha ocupado el tiempo en limpiar la embarcación con esponjas y a dormir la siesta en el soñoliento mecer de las olas. Pero los marineros no regresan a tierra hasta que traen suficiente curvina o para recargar combustible y comida. Con la pesca, indios y fuereños logran pagar deudas, vivir sin derrochar y ahorrar con suerte.
Las embarcaciones vuelven gracias a los tiempos del mar. La marea sube por segunda vez en la mañana y los botes vuelven a tierra. Pero una vez en tierra la curvina se somete a los tiempos del hombre. En pocas horas el pescado será destripado, limpiado, vendido y transportado para su venta.
Los Cucapá volverán a sus casas a esperar el siguiente en cuarte de luna. Y luego de seis mareas volverán a dispersarse hasta la siguiente temporada. El resto del año, irán a la escuela y buscarán trabajo en las ciudades, seguirán ocupándose en los trámites que el gobierno mexicano les impone para seguir pescando y tratarán de adaptarse a los embates del desarrollo. Y esperarán, al siguiente año, las seis semanas en las que el pueblo Cucapá se reúne para salir a pescar.