El pueblo ngiva borda su historia en leyendas y mitos. Mitos para explicar la falta de agua, la pobreza, la falta de oportunidades. Sin embargo, la música ha llegado a rescatar la dignidad de un pueblo que se resiste a olvidarse a sí mismo

SAN GABRIEL CHILAC, PUEBLA.- San Juan Atzingo, la única junta auxiliar de este municipio, es un montón de casitas desperdigadas en el cerro, entre matorrales y cactáceas. Allí se puede sembrar poco, pero la naturaleza regala los dulces sabores del xonocostle, la pitaya y el chichipe.

Nada más al llegar al pueblo se ve a mujeres bordando afuera de sus casas, esperando a que los niños salgan de la escuela o mientras pasa el transporte. Aprovechan cualquier momento para plasmar en la manta, los irrepetibles patrones de colores que les exigen en Chilac.

Por una blusa bordada a mano, que en Tehuacán se venden de 250 a 400 pesos. a ellas les pagan 20 pesos.

El problema muchas veces es cobrar ese dinero. Ema Martínez Hernández, una de tantas bordadoras, dice que si la gente de Chilac ve que la persona es mayor, o que no habla español, le pagan lo que quieren o les hacen dar vueltas.

“Uno se siente rechazado, son discriminaciones porque el trabajo no vale”, dice Ema, durante una reunión de vecinos, mientras sostiene su bordado en las manos.

En Atzingo, según el Instituto Nacional de la Lengua Indígena (Inali), nueve de cada 10 personas hablan ngiva o popoloca.

Al caminar por las calles de Atzingo, llenas de tierra y piedras, se escucha el golpeteo de las máquinas de coser. Una aquí, dos allá, tres más adelante. Toda la gente se dedica al bordado, hombres y mujeres, personas viejas y jóvenes.

Los comerciantes de San Gabriel Chilac les dejan las pacas de telas impresas con los motivos prediseñados: flores, aves, ondas. Las bordadoras de Atzingo ponen la imaginación y los hilos.

Por cada pieza les pagan de 30 a 85 pesos. Si la familia se apura puede sacar de 10 a 12 prendas a la semana, que se transforman en unos 500 pesos.

Virginia Zepeda Bueno tiene 48 años y 14 de bordadora, en ese tiempo ha perdido de a poquito la vista, ahora tiene que ponerle un foco a su máquina de coser a plena luz del día.

Su hija Verónica dice que es porque el aceite de la máquina le brinca en los ojos y el esfuerzo que hace. Vero cuenta también que su mamá todo el tiempo está enferma de la garganta, la pelusa que vuela de la tela, de los hilos, se le mete al cuerpo.

“¿Qué le vamos a hacer? Nosotros no podemos decir que nos paguen más porque dicen que ellos (la gente de Chilac) no venden caro, que quien sabe qué”, se queja Virginia mientras se toma una pausa de la costura.

Ella, sus hijas y su nuera han intentado vender sin intermediarios, pero el dinero no les da: cada tubo de hilo les cuesta 14 pesos, más la luz, más la tela. Tampoco saben a dónde ir a ofrecer sus productos.

Salvo la calle principal, las calles de Atzingo son de tierra y piedra, lugar en el que los Ngivas encontraron refugio, en esas tierras de difícil cultivo y en las que poco se interesaban los hacendados y comerciantes.

 La falta de agua, ¿obra de los dioses o de la modernidad?

Las leyendas ngivas de San Juan Atzingo, San Marcos Tlacoyalco y San Felipe Otlaltepec están marcadas por la calamidad, la falta de abundancia, la falta de agua.

La gente del pueblo dice que Atzingo significa “lugar con poca agua”, aunque su traducción literal del náhuatl sería: “En el agüita”.

Cuentan que un día salió del único manantial del pueblo un hombre montado a caballo, les pidió el sacrificio de un niño y una niña para que el manantial nunca se secara. Nadie quiso sacrificar a sus hijos, le llevaron un par de perritos y así fue que el agua empezó a escasear.

Como en toda la región Ngiva, el agua es un problema que se solucionó a través de un sistema de jagüeyes donde recolectan el agua de lluvia.

El manantial no alcanza para abastecer a las 2 mil personas que viven en Atzingo. Así que el municipio de San Gabriel Chilac les dota de agua potable desde un pozo, que también surte a las colonias Guadalupe y Ramal 2.

El agua, cuenta Miguel Solís Gabriel, les debería caer cada tercer día, pero por lo general es una vez a la semana y por un par de horas.

Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), de 2005 a 2010 aumentó el porcentaje de viviendas sin agua entubada en Atzingo de 2 a 9 porciento.

En San Marcos Tlacoyalco también hay una historia que cuenta la desaparición del río. Se dice que los pobladores mataron al guardián de la campana de la abundancia pensando que era una bruja, por eso ya no habría agua y el campo se volvió triste.

Sotero Martínez dice, sin embargo, que los jagüeyes (que son una suerte de zanjaspara almacenar agua) se secaron porque las personas han dejado de hacer faenas para mantenerlo limpio.

Décadas atrás se construyeron cuatro filtros para limpiar el agua que baja desde el cerro. Las cuatro secciones de San Marcos se organizaban para quitar la maleza y la basura de alrededor; también rascaban para que hubiera agua todo el año.

Entonces el jagüey era transparente, abundaban los patos y los mezquitales que daban sombra.

Las personas dejaron de limpiar los jagüeyes cuando llegó el agua entubada. Ahora la orilla está llena de envolturas de plástico y vasos de unicel. Algunos mezquitales se han secado. Eva y su tía María Guadalupe Peláez Espíndola se quejan por la falta de agua en San Marcos. Cada 15 días les cae un poco, pero se descompuso algo en el pozo y van dos meses sin el servicio. Las familias, entonces, se ven obligadas a pagar una pipa para que les llenen toneles o tanques o lo que tengan.

María Guadalupe Peláez, hablante del Ngiva, narra las violencias y actos de discriminación por los que tuvó que pasar a lo largo de su vida.

San Marcos Tlacoyalco es casi igual de árido que San Juan Atzingo, sólo que el terreno es más plano y terroso. Está rodeado de cuatro jagüeyes, algunos ya casi secos. El paisaje, donde abundan los maizales y los magueyes, se corta de vez en cuando por las ramas de un mezquital o un pirul.

A la gente ngiva de San Marcos le dicen “pata rajada”, “candachete” o “pipichas” en Tlacotepec de Benito, que es la cabecera municipal.

Les empezaron a decir así cuando los españoles pusieron sus haciendas en el municipio. A los ngivas los llevaron como peones y les pagaban sólo con semillas de maíz o calabaza.

Cuando las haciendas se terminaron –hace unos 35 años-, los ngivas se volvieron campesinos o maquiladores. Muchos otros se fueron a otras ciudades a buscar fortuna en la construcción, una habilidad que desarrollaron después del sismo de 1973.

Aunque los ngivas dejaron de depender de la gente de Tlacotepec, la discriminación no paró. A los campesinos les siguieron llamando “tontos” o “chochos” por vender sus chivos para comprar los productos que les gustan, como chile seco, el frijol quebrado y los nopales de corazón. Dicen que prefieren las cosas simples a la buena carne.

“Se dejó de trabajar el campo para los de Tlacotepec. Ellos sí nos decían muy feo, hablaba muy feo esa gente de nosotros (…) Ellos se burlaban mucho de nosotros porque no sabíamos hablar español”, dice Eva Juárez López, de 55 años y quien desde niña se dedicó a la siembra de temporal.

Sotero Martínez Juárez, maestro de bachiller en la región. Perteneciente a una familia de cronistas y maestros bilingües.

A Sotero Martínez Juárez, hijo de Eva, ya no le tocó ir a sembrar. Estudió la universidad en la ciudad de México y ahora es ingeniero. A él también le tocó esa discriminación, la vivió cuando tuvo que ir a Tlacotepec a estudiar el bachillerato. Sus profesores le decían: “tú eres de San Marcos y tú no sabes nada”.

En matemáticas el profesor le ponía cero en los exámenes. Sotero comparaba sus respuestas con las de otros compañeros y eran las mismas, pero a ellos no los reprobaba.

Sotero dice que todo el maltrato recibido ha hecho que la gente se avergüence. Muchos padres y madres ya no quieren que sus hijos e hijas hablen la lengua. En siete generaciones la mitad de las personas en San Marcos dejaron de hablar el idioma, aunque recientemente se ha podido recuperar un poco.

Según el Inali en la década de los setenta había 27 mil 818 hablantes de popoloca en Puebla, para 2010 eran 10 mil menos.

A Martín Morales González, de San Felipe Otlaltepec, le pasó lo mismo que Sotero, pero muchas décadas antes. Sin hablar español, entró a la escuela cuando ya era un adolescente. Cursó sólo la primaria: dos grados por año. En ese tiempo que estuvo en la escuela casi olvida el ngiva, hasta que volvió al campo a trabajar lo recuperó.

Martín y Paula Apolinar Jiménez, también ngiva de Otlaltepec, dicen que los maestros de ese entonces iban casa por casa para decirles a los padres que no permitieran que sus hijos hablaran la lengua. En los salones les advertían que si hablaban ngiva irían por las ramas de granada “para darles sus dulces”.

 

 

Así fue como muchos de los habitantes de San Felipe Otlaltepec dejaron de hablar y de entender el ngiva. Para 2010 sólo 2.2 por ciento de los niños y niñas menores de cinco años lo hablaban y dos de cada cinco adultos.

La producción de libros es uno de los principales proyectos generados desde la casa de la Cultura de Otlaltepec, surgido del trabajo conjunto llamado Tsuyua.

Por ese motivo Martín da clases de ngiva a los niños y niñas, para que no pierdan la lengua y para que aprendan a escribir. Pero ahora la traba ya no son los docentes, sino la falta de recursos. Ni el gobierno federal, ni el estatal o el municipal quieren aportar para las clases en la casa de cultura de San Felipe.

Paulina Apolinar. Durante generaciones el tejido de palma, particularmente de tapetes, fueron la principal actividad económica de la comunidad.

Las palmas de San Felipe se esconden entre los matorrales y las rocas blancas calizas, son pequeñas, verdes y tienen forma de abanico.

Hace algunos años el petate era parte del tributo para construir la iglesia. Cada familia debía entregar una cantidad determinada y para ello debían trabajar toda la noche.

Paula Apolinar dice que su abuela le contó de una comisión que en la noche iba casa por casa vigilando que siguieran tejiendo petates, si los encontraban dormidos los golpeaban. También repartieron pulgas a cada familia para que no pudiera dormir, para que los picaran si se acostaban.

Al oeste del Valle de Tehuacán y en la frontera norte de la Mixteca poblana, a las orillas de las tierras fértiles del valle, se asentaron los “Popolocas” tejedores, en el monte rocoso, donde abundan las palmas..

Los ngivas vivieron muchos años de la palma, como los condenó su dios. Además de tejer petates y tenates para intercambiarlos por cajas de maíz o frijol; la ocupaban para construir sus casas, para prender el fuego, para hacer juguetes y para la medicina.

Por eso ahora le guardan gran cariño y siguen creyendo que es sagrada.

Eduardo Gámez Garía, policía estatal y médico tradicional, cuenta cuando sus padres lo mandaban a cortar, llamaba a todos sus amigos para que le ayudaran. Durante la búsqueda se iban contando historias, cazaban conejos o aprendían a nadar en los jagüeyes.

Las señoras se reunían en una casa y a la luz de la luna rajaban la palma, luego la tejían. Hacían competencias para ver quién terminaba más rápido un petate. Se ponían a hervir elotes y calabazas para comer.

A la madrugada siguiente, cuando empezaban a cantar los pajaritos, cada una se regresaba a su casa con su petate terminado. Los petates ya no se tejen más, sólo unas cuantas mujeres lo hacen para sus propias familias. En Tepexi o en las otras comunidades donde los intercambiaban por granos, les empezaron a pagar con moneda: 30 pesos por un petate que se hace en una noche de trabajo.

 

 

Las familias buscaron otra forma de sobrevivir, encontraron en la música una manera de seguir viviendo de sus tradiciones. Aunque eso trajera migración, aunque los jóvenes se tengan que ir lejos.

Para Paula Apolinar es un gran orgullo que sus ocho hijos e hijas vivan de la música. Están lejos de ella, algunos en Puebla, otros en la ciudad de México y los más chicos estudian en Europa, pero eso no importa. Le gusta irlos a visitar y caminar por esas calles desconocidas. No ha ido a Europa, pero su hijo más chico le prometió que la llevará.

Lo que no le gusta a Paula es que el idioma ngiva se pierda, dice que muchas personas llegan de otros lugares a estudiar música a San Felipe. Algunas se casan y se quedan allí, pero como no hablan la lengua sus descendientes tampoco la hablan.

La gente de San Marcos Tlacoyalco también se va lejos, no a probar suerte con la música, sino a construir edificios hoteles y mansiones en ciudades turísticas, como Los Cabos San Lucas, Puerto Vallarta y Cancún. Algunos más llegan a Monterrey y Tijuana.

Sotero Martínez comenta que después del sismo de 1973 los ngivas reconstruyeron solos sus casas, lo hicieron con tal habilidad que luego vinieron personas de otros lugares para llevárselos como mano de obra.

En los Cabos y Tijuana hay varias colonias formadas de ngivas, lo mismo en Puerto Vallarta. Regresan únicamente a las fiestas importantes: el 2 de febrero, Día de la Candelaria y que marca el inicio del ciclo agrícola; el 25 de abril que se festeja a San Marcos Evangelista y al Dios de la lluvia; el 15 de mayo, que para los católicos es el festejo de San Isidro Ladrador y para ellos es el día de la veneración de la Virgen de los colores.

Las cruces Ngivas en el margen de árboles que rodean el jagüey son indispensable como parte de los rituales de petición de lluvia.

Los ngivas aprovechan para llevarse frijol quebrado, chile seco, pencas de maguey para hacer barbacoa, nopal de corazón y xoconoxtles.

Otros regresan a Puebla para estudiar, porque en aquellas ciudades las mejores escuelas son privadas o las universidades son impagables. Una vez con el título se vuelven a ir, porque la vida allá es más fácil, hay más oportunidades.

Quienes ya no regresan son los ngivas de San Juan Atzingo, ellos se van a Estados Unidos a trabajar, a buscar otra cosa que no sea el bordado.

Ema Martínez deja de bordar un rato y cuenta que los jóvenes ngivas nada más terminan la secundaria y se quieren ir a Los Ángeles, California, donde está la comunidad ngiva.

En los pasillos de la telesecundaria los adolescentes se cuentan unos a los otros lo bien que les va a sus parientes en Estados Unidos. Terminando el curso escolar es común enterarse que uno y otro y otro más han dejado el pueblo. Allá tardan algún tiempo en encontrar trabajo, pero su familia los mantiene hasta que consigan algo.

El Coneval dice que para 2010 el 85% de la población mayor de 15 años en Atzingo tenía la educación básica incompleta.

Para Ema una forma de combatir la migración es la escuela, pues desde que llegó el bachillerato digital -el sexenio pasado- los jóvenes se esperan un poco más para irse. Aun así son pocos los que siguen estudiando, sólo dos de los egresados del ciclo escolar pasado ingresaron a la universidad.

Silvia y su familia como gran parte de la población se dedican al pastoreo, pero sobre todo a la maquila textil, mientras los jóvenes varones, se preparan para una aventura mayor, la de migrar a los Estados Unidos, cuando “les llegue la edad”.

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Pareciera que el destino de las comunidades ngivas es dispersarse, dejar la marginación y esas tierras de las que no pueden sacar mucho. Pero así como en la aridez se dan frutos dulces, así han crecido algunos proyectos para conservar la lengua y las costumbres.

En San Juan un grupo de personas, como Ema y su hermano Emanuel, se reúnen con la lingüista estadounidense Jeanne Austin Krumholz –que desde hace 48 años estudia el ngiva- para traducir la biblia, las leyendas, los chistes y los poemas que han nacido en Atzingo.

Han grabado audios de las escrituras en ngiva para que se pongan en las ceremonias, tienen un diccionario de la lengua, cancioneros, material didáctico, lecciones para aprender a leer y hablar. También varios libros de literatura.

El sueño de Emanuel Martínez Hernández es crear una Casa de Cultura, donde los niños aprendan el ngiva, que albergue todo el material que ha hecho y se puedan vender los textiles que hacen.

Para San Felipe Otlaltepec la Casa de Cultura es una realidad, está al lado de la presidencia auxiliar y de a poquito va creciendo.

Allí hay piezas prehispánicas que las personas del pueblo donaron y unas más que gente de Palmarito Tochapan les dio para su resguardo. Cuando demolieron la clínica de Otlaltepec, llevaron a la Casa de Cultura 13 vestigios arqueológicos que estaban en el inmueble.

Las dificultades de las tierras ejidales hacen que las economías domésticas giren en torno a los animales de pastoreo y animales de crianza. Así, el patio de cada casa es habilitado como corrales.

En la Casa de Cultura Étnica Popoloca hay una muestra de diferentes tejidos de palma, desde lámparas hasta capas para la lluvia y animales en miniatura, hechos por gente de la comunidad. Además hay una pequeña biblioteca con cuentos y audio cuentos, un diccionario y guías para aprender el ngiva.

La casa de la familia de Sotero Martínez Juárez se ha vuelto un oasis para quienes investigan a los ngivas de San Marcos Tlacoyalco, allí los albergan y los alimentan. Les permiten que los acompañen a sus labores en el campo, les presentan a sus vecinos para que los entrevisten.

Además la familia se ha encargado de reunir las historias de la comunidad. Sabino –uno de los siete hermanos de Sotero- ha escrito libros sobre cómo enseñar la lengua. Dirigió también el documental “Ngigua: lo que nuestro pueblo habla”, donde muestra parte de sus tradiciones y costumbres.

Así es como las comunidades ngivas florecen, como los cactus: aún sin el agua y todo en contra.

Los Popolocas han configurado su lucha por la preservación de su lengua y su cultura. Al centro del pueblo se encuentra la Casa de Cultura Otlaltepec, espacio en el que se organizan estos esfuerzos.