Texto: Daniela Pastrana y Celia Guerrero
Imágenes: Ximena Natera y Daniela Pastrana
Edición de video: María Ruiz
Mapa interactivo: Akire Huauhtli, Adriana Atzimba, Fernando Santillán
3 de abril de 2019
La historia se apresuró a contar su desaparición y en la propia Baja California no se les conoce. Los registros antropológicos los dan por extintos desde principios del siglo XX. Los libros hablan de ellos en pasado y el gobierno mexicano los ignora. En el corazón de la península aún vive un grupo que perdió su lengua, pero entiende la identidad a partir de su territorio. Estos Cochimí salieron de sus comunidades para buscar mejores condiciones de vida; encontrarlos puede ser una hazaña
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Febrero. Primera parada. La periodista Lorena Rosas, quien ha cubierto cono nadie la lucha de los Cucapá, nos confirma que en el sur del estado que hay un grupo de pobladores que se autoadscriben indígenas cochimíes.
“Supe que existían cuando vinieron al festival turístico Nativa, organizado por artesanos locales y el Instituto de Culturas Nativas. Pero ello si están muy lejos de todos los demás”, nos cuenta.
Buscamos registros oficiales y descubrimos tres cosas:
- El Sistema de Información Cultural del gobierno mexicano los ubica en las comunidades La Huerta y San Antonio Necua, municipio de Ensenada.
- En 2008, pobladores de San Borja y Santa Gertrudis formaron la asociación civil Milapá a unos 700 kilómetros al sur de Ensenada.
- El gobierno estatal ni siquiera los identifica en su página oficial y hay registros antropológicos que asumen su extinsión desde principios del siglo XX.
Decidimos buscarlos. No sabemos aún que en Baja California es más fácil encontrar ballenas, chinos o minas de oro, que cochimíes. Y que, para encontrarlos, tendremos que seguir muchas pistas falsas.
Marzo. Segunda parada. En Tecate, Norma Meza confirma que en La Huerta hay unos cochimí que se cambiaron a Kumiai. “Eso fue cuando se dieron los permisos a los kumiai para pasar fácilmente a Estados Unidos; se cambiaron para tener los beneficios de allá, pero no están en las listas numéricas de la nación Kumiai”. En Santa Catarina, Amado Albañez y Daria Armenda, dicen que conocen a algunos indios que se llamaban cochimí de la comunidad La Huerta, que está a unos 75 kilómetros al norte.
La Huerta es un poblado de casas blancas con rojo, todas iguales, producto de algún programa social. En la calle principal del pueblo econtramos caminando a Teófilo Arce Cuero, hijo de Teodora Cuero, una líder referencial de las etnias bajacalifornianas que murió hace unos años. Camino a su casa, le preguntamos sobre nuestras dudas. “Sí, nos cambiamos por las facilidades de pasar al otro lado. Éramos cochimíes y ahora somos kumiai. Quién sabe quién nos lavó la cabeza y pues ni modos. Todo se acaba”, dice rascándose la cabeza.
La idea de que en una asamblea a mano alzada un pueblo cambie de identidad nos parece alucinante. Pero no es tan sencillo. “Cochimí y kumiai es lo mismo, si se hablara de otro modo sería diferente”, dice Teófilo más tarde, cuando lo vemos en su casa acompañado de su hija Adriana. El hombre de 80 años nos manda a ver a Jovita, a ver si ella nos puede ayudar.
Encontramos a una anciana sentada en silla de ruedas. Es la segunda persona que vemos en silla de ruedas en dos días; después sabremos que la diabetes es una de las enfermedades más communes entre los viejos indios, a los que que parece que no les ha sentado bien la alimentación de cocacolas y gansitos que trajo la urbanidad. Le explicamos que estamos hacienda un reportaje sobre los cochimíes y que queremos entrevistarla, pero su respuesta nos desconcierta:
—¿Cuánto pagan por palabra y por foto?
—No, nosotros no temenos dinero - atinamos a decir.
—Yo tampoco. Y ya me han mentido mucho. Yo cobro — dice enojada.
Decidimos no pagar y no tener la foto ni las palabras de quien quizá sea la última hablante de cochimí, aunque ella se identifica como india tipai (variante del kumiai). Otra mujer más joven que la acompaña interviene en la conversación: “Somos kumiai”, dice, luego explica algo muy confuso sobre una equivocación de los encuestadores del censo que hace el INEGI.
El antropólogo Jesús Ochoa Zazueta llegó a la conclusión de que el origen de la confusión es que los misioneros nombraron cochimies, sin distinción, a los nativos del norte de la península. La publicación antropológica más reciente (2015) de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (ahora Instituto Nacional de Pueblos Indígenas) coincide en que los pueblos de Ensenada que se creía que era cochimíes son en realidad tipai. El documento concluye: “Técnicamente los cochimí ya no existen”
Tercera parada. Decidimos seguir la pista hacia el sur que nos dio Lorena Rosas. Seguimos la pista de una página de internet de la asociación Milapá A.C. (http://www.milapa.org/) donde encontramos un teléfono que nadie contesta y una dirección: La Espinita, Km 127.5, El Costeño, Delegación Villa Jesús María B.C
En la imagen de la página, un grupo de personas posa para una fotografía con la palma derecha extendida y en alto. Pareciera una familia extendida común, integrada por hombres, mujeres y niños, sin ningún rasgo identitario extraordinario, aunque aseguran que son cochimíes que vivían en las antiguas misiones de San Borja y Santa Gertrudis. También dice que Milapá significa cirio, en lengua cochimí. El recorrido nos llevará a cruzar la reserva de protección de flora y fauna más grande de México: la Biósfera del Vizcaíno y el Valle de los Cirios, una serie de planicies desérticas de América del Norte rica en cactáceas que se yerguen gigantes.
La carretera es una recta que se alarga al infinito, una cinta de asfalto interminable que cruza un paisaje cada vez más inhóspito. En el camino no vemos más vida que la de los animales esquivando las luces de la camioneta. Ni una sola señal de civilización, más que el asfalto; ni un solo vehículo, más que el nuestro. Solo desierto que cuando cae la noche es también un pozo negro estrellado.
En la posada Misión Catavina, el único hotel que vemos en cientos de kilómetros, preguntamos a la recepcionista si conoce a los Cochimí; nos dice que por esta zona no quedan indios, que “parece que solo en el norte”.
Cerca en el límite con Baja California Sur comenzamos a ver más movimiento. Nos detenemos en una gasolinera y compramos burritos. Nadie puede darnos referencias de la organización ni de la dirección que llevamos. “Ha de ser por El Arco, pero eso es después de Guerrero Negro”, nos dice una mujer.
Unos metros después, alcanzamos a ver una tiendita que dice: La Espinita. El hombre de la tienda nos da una esperanza: dice que tiene una tía que cree que es cochimí. Vive cerca, casi en la entrada de Guerrero Negro. Nos da señas y un teléfono, pero en el número nos contesta un hombre en Sonora, que no conoce a ningún cochimí.
Cuarta parada. Guerrero Negro es un poblado suficientemente pequeño como para encontrar la casa de alguien preguntando a los vecinos. Con las referencias del tendero de La Espinita llegamos a donde vive María de la Luz Villa Poblano, presidenta de la asociación Milapá. Una construcción rosa que parece casa de cuento de hadas, muy lejos de lo que pensamos que es un hogar indígena. En la puerta hay un letrero que dice que es un hogar católico. No hay nadie. Después de preguntar a los vecinos, caemos en la cuenta de que es Semana Santa.
Alguien nos dice que deben haberse ido a la Misión. Evaluamos ir a Santa Gertrudis, pero es demasiado tarde para seguir un camino por la sierra que no conocemos.
Quinta parada.De regreso, nos detenemos en un restaurante a la orilla de la carretera transpeninsular, donde nos dijeron que el dueño es un descendiente de indios. Eugenio Grosso Yuyin es un hombre moreno y no muy alto, que nos recibe con una frase inesperada: “Yo soy más italiano –dice--. Mi abuelo era de Génova”.
El hombre cuenta que su abuelo se casó con una india guaycura y que su abuelo paterno, un inglés “muy vaquetón”, tuvo muchas mujeres y “le gustaban puras indias”; una de ellas, su abuela materna, “era de esas indias de cara robusta y de barbita”, pero no sabe si era cochimí o pa ipai. No conoció a ninguna de las dos, y tampoco tuvo interés en saber más de ellas. “Me gustó más apegarme por ese lado (de los abuelos)”, dice, antes de reconstruir su linaje genovés.
Regresamos a Mexicali después de haber recorrido casi dos mil kilómetros sin haber encontrado a un solo cochimí.
Abril. Segundo viaje. Veinte días después del primer intento estamos de vuelta rumbo a Guerrero Negro. Esta vez ya nos espera Luz María Villa, a quien logramos contactar por teléfono. Pero decidimos dividirnos para conocer las diferentes rutas que hay para llegar con los cochimíes. La mitad del equipo llega por La Paz, y recorre por tierra más de mil kilómetros hacia el norte. La otra mitad cruza el Mar de Cortés en el Ferry que va de Guaymas, Sonora, a Santa Rosalía, un afrancesado pueblo minero, cuya iglesia fue construida por Eiffel.
En Loreto inicia la ruta de las misiones: desde este punto hasta California se construyeron más de 60, que usaron los jesuitas, dominicos y franciscanos en su labor evangelizadora. Pero a diferencia del norte, donde los indios acabaron con muchos misioneros y solo quedan montones de piedras, en el sur las construcciones están bien cuidadas y conservadas.
Esta es también la zona de avistamento de la ballena azul, el animal más grande que ha existido en el planeta durante 50 millones de años. En restaurantes y las zonas turísticas que están llenas de visitantes extranjeros se miran los símbolos de las pinturas rupestres que dejaron en toda la sierra los primeros pobladores yumanos hace 8 mil años. Pero nadie da razón de ellos. “No. Antes bajaban por aquí, pero se extinguieron hace 200 años”, dice un taxista de Santa Rosalía.
San Ignacio es puerta de entrada a la Sierra de San Francisco, que alberga las pinturas rupestres más antiguas del continente. La misión fue construida en 1728, era una región que los cochimíes llamaban kadaakaamán, que significa ”arroyo de carrizales”, y tuvo un importante función en la expansión de las misiones en la zona. En la entrada hay una placa en honor a los fundadores que “trajeron la civilización” al lugar más recóndito del país.
Junto a la iglesia está una pequeña puerta de madera que es la entrada de un museo del Instituto Nacional de Antropología e Historia. El museo es un cuarto en donde se cuenta el estilo de vida de “los antiguos habitantes”; hay algunas fotografías de la flora y fauna, un par de mapas y una reproducción de una cueva con pinturas rupestres y algunas láminas que cuentan la historia oficial: “Este territorio fue habitado por habitantes de la lengua cochimí, perteneciente a la familia lingüística yumana (...) Durante el primer tercio del siglo XIX, la población indígena desapareció totalmente de los territorios de esta misión debido a las epidemias y los cambios culturales en su modo de vida, que dieron paso a una sociedad diferente formada por familias mestizas que afirmaron la identidad nacional”.
Después de leer eso, ya no nos sorprende que, al preguntar por los Cochimí en el restaurante más concurrido de la plaza, la mesera nos mande al museo. Según nuestras previsiones, estamos a 70 kilómetros de Guerrero Negro.
23 de abril. Los encontramos. Luz María Villa Poblano, hija de una india cochimí y líder del grupo Milapá, nos recibe con una frase que animará el resto del viaje: “Gracias por venir a contar que existimos”.
Luchi, como le dicen, es una mujer de 70 años dueña de una energía envidiable. Reúne en la sala de su casa a sus primos, casi todos tienen “rasgos fenotípicos evidentemente criollos o mestizos”, como describe el reporte de la CDI en el apartado en donde habla de los pobladores de San Borja y Santa Gertrudis.
Esta es la historia que nos cuentan: nacieron en las comunidades de la sierra formadas alrededor de la antigua misión de Santa Gertrudis. Con el reparto agrario, la misión pasó a ser parte del ejido Independencia, que también comprende la localidad Miraflores. En 1953 se construyó la salinera (una de las más grandes del mundo) y poco a poco, las comunidades de la sierra fueron abandonadas porque todos los pobladores se fueron trabajar a Guerrero Negro, la ciudad que se formó alrededor de la empresa pública-privada que se dedica a la exportación de sal de uso industrial. Pero a raíz de la reforma agraria de 1992, algunos ejidatarios comenzaron a vender los terrenos y, a través de engaños, despojaron a otros de sus derechos agrarios. La situación desató, en 2006, una batalla legal que a la fecha mantienen. En 2008, fundaron Milapá para buscar el reconocimiento como descendientes cochimí.
“Pensamos que si ganamos nuestros derechos como indígenas, ganamos nuestros derechos agrarios. Creemos que estamos a tiempo de hacer algo, de rescatar, de no dejar que se pierda”, dice Luchi
“Nosotros nos sentimos agraviados, desplazados de nuestros bienes. Nadie puede negar que existimos de ahí, que venimos de ahí”, completa su primo, Armando Villavicencio.
Luchi cuenta que en el rancho algunos de los viejos hablaban cochimí, pero su mamá le platicaba que habían perdido la lengua desde la llegada de los misioneros porque les prohibieron hablarla. “Eso no fue nuestra culpa – dice-. Se escribió en la historia que los cochimí teníamos más de 100 años extintos. Pero yo con mi familia en el rancho siempre dijimos que éramos cochimí”.
Luego, nos enseña la tesis de maestría de Alejandra Velasco, que sostiene que son cochimíes, y lee un poema que ella misma escribió:
Estoy aquí
aún vivo sangre mía
vivo en ti hermano
[…] en ti vivo porque existes…
En la noche del segundo día hay un conflicto en el equipo. Son tan distintos a los indios del norte -no cantan kurikuri, se sienten mexicanos, son fervientemente católicos--, y se centran tanto en la recuperación de sus tierras ejidales, que es inevitable pensar que quizá seguimos una pista equivocada. La imagen de “indios civilizados” no es tan romántica como la imaginamos. Aún así, decidimos ir con ellos a Santa Gertrudis.
25 de abril. Viajamos al pasado. Salimos de Guerrero Negro hacia Santa Gertrudis. Tomamos un tramo de la autopista hacia el sur y luego un largo camino de terracería que conduce a uno de los proyectos de explotación de cobre más importantes del mundo: la mina a cielo abierto El Arco, perteneciente e Grupo México. El proyecto está detenido, principalmente porque al acuífero de donde tomaría el agua divide por la mitad el límite estatal. Es decir, es un conflicto no resuelto entre los gobiernos de las dos Baja Californias.
En el lugar están las oficinas de la empresa. Nos detenemos en una pequeña villa abandonada donde Armando va reconociendo la tendería y las piedras de lo que fue su casa de niño.
—¿Qué piensas de que a 70 kilómetros de aquí la gente cree que los Cochimí ya no existen? — le preguntamos a Luchi.
—Creo que son intereses altos, que uno se los puede imaginar pero no le consta. Intuye uno, siempre pensamos ¿por qué? Yo creo que fue algo premeditado, algo estudiado… Los que se atrevieron a escribir que ya no existíamos, o no lo pensaron o alguien más les dijo ‘¡Escríbanlo! A ver si pegamos’. Y pegaron, en ese tiempo. Ahora la respuesta está en que si, nosotros somos descendientes y sabemos, estamos completamente convencidos de ello.
Avanzamos por una brecha que nos conduce hacia un punto desde donde se alcanza a ver un amplio paisaje desértico y llegamos a la parte más complicada del camino: un caudal de un río seco con muchas grietas que vuelven el paso de los vehículos casi imposible. “Escriban ahí en su artículo o lo que haga la odisea que es llegar”, dice Luchi.
Este camino, sin embargo, no será la principal sorpresa del día. Cuando volvamos, en el ocaso, pasaremos por Campo Pozo Alemán, un sitio abandonado, del que sobresale un cementerio y un par de construcciones a punto de desmoronarse, azotadas por el desierto. El verde cobre de las piedras que pisamos nos hace suponer que estamos sobre una mina cubierta por el desierto.
Armando nos muestra la casa deshabitada de su abuelo y Luchi nos lleva a la cueva en donde su mamá se refugió cuando inició labor de parto y la recibió. Es decir, en 1950, mientras el mundo se recuperaba de las bombas atómicas, en este lugar recóndito de México una india cochimí paría a su hija al mundo en una cueva. La idea es tan impresionante como la sensación de estar entrando en una dimensión desconocida.
Después de unas tres horas de viaje de Guerrero Negro divisamos un pequeño río y las primeras casas de Santa Gertrudis, un pueblo casi fantasma en el que sobreviven al tiempo la iglesia —de la que la familia de Luchi tiene las llaves—, un panteón y un par de construcciones sencillas y dispersas.
La iglesia fue restaurada hace pocos años gracias a la intervención de un padre italiano, quien solicitó recursos directamente al Vaticano. Pero su mantenimiento y custodia han recaído en su familia, quienes han rescatado todo lo físicamente rescatable del lugar. Aunque también protegen lo intangible, como las celebraciones que realizan cada Semana Santa.
El único que vive aquí es Felipe Villa, el hermano de Luchi, quien puede estar solo por varios meses.
Después de orar y limpiar las tumbas de sus abuelos, Armando se detiene un momento a reflexionar sobre su identidad cochimí y el evidente sincretismo cultural del que son ejemplo él y su familia. Para él, dice, ser cochimí es estar en el rancho, celebrar la Semana Santa, tener un viñedo, unos animales, y haber nacido ahí, en ese lugar al que siempre vuelve.
Luego, Luchi nos lleva a su casa junto al monte y nos cuenta que lo primero que hizo cuando empezó a recuperar su identidad fue acudir a la Comisión de los Pueblos Indígenas a demandar al delegado que reconozca que existen. También nos da una clave para entender el misterio de los cochimíes de La Huerta, que entendió cuando conoció a Teodora Cuero: su abuelo se iba por largas temporadas a trabajar al norte. Decía que eran viajes muy largos, aunque luego supieron que eran de la mitad de tiempo de lo que el hombre decía. “Por eso allá hay tantos Poblano”, cuenta sonriente.
Luchi se pone su traje para mostrarnos sus avances en el aprendizaje de los cantos yumanos. Reparte sonajas entre su hermano y su primo y los pone a bailar, con tan mal resultado que todos terminamos riendo. “¿Ya te das cuenta por qué soy tan feliz aquí?”, pregunta después.
Y sí, hay que llegar hasta este lugar para entender que este territorio es el último de los elementos que les permite identificarse como indios cochimí.
Última parada. Cuando parece que ya nada nos puede sorprender más, Luchi y su familia nos guían por un camino sin señalamientos, al que le sigue un sendero a pie hasta llegar a una cueva donde hay unas pinturas rupestres. No hay nada que identifique el sitio como una zona protegida o resguardada y ellos dicen que es así porque hay muchas.
Entonces las vemos: figuras monumentales, plasmadas en la parte alta y cóncava de la piedra, que parecen representar humanos muy altos de seis dedos y animales en movimiento. Algo de aquí nos recuerda a las que vimos en Vallecitos, a miles de kilómetros al norte, cuando iniciamos la aventura de buscar a los yumanos.
Armando nos cuenta que la primera vez que visitó este lugar en 1996, ya era un adulto: “La primera vez sentí como que ya había estado aquí, aunque no, era la primera vez que estaba físicamente. Pero algo me llenó de emoción. Pensé, ‘yo he estado aquí antes’, tal vez por la sangre, la descendencia. Me identificaba sentimentalmente, emocionalmente, espiritualmente”, dice mirando al extenso valle.
Cuesta trabajo regresar a la realidad cotidiana después de este silencio. Partimos de vuelta por una brecha hacia la autopista que nos llevará de regreso a la civilización. Armando pregunta qué pensamos nosotros de ellos. Algo en el tono nos dice que no es una pregunta improvisada, que ha estado recordando cosas que había borrado. Nosotros entendemos que eso que hemos visto estos días llena de sentido la palabra autoadscripción.
Algo que nos confirmará después, de vuelta a la ciudad, la antropóloga Alejandra Velasco. “Su historia es muy distinta a la de Mesoamérica. Ellos eran nómadas. Tuvieron que inventarse un vestuario para tener trajes tradicionales”.
Ahora, mientras atravesamos el descampado monumental, con las montañas y cactáceas que se elevan como únicos testigos verdaderos de los acontecimientos pasados y presentes, Luchi reflexiona sobre lo que significa para ella esta re-existencia cochimí y pregunta: “¿No te parece un atrevimiento, poner en tela de juicio la historia?”.