Mujeres ante la guerra
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Dos mil días robados
Nos acostumbramos a la palabra tortura. La violencia y la impunidad con que actúan las policías y fuerzas armadas en México nos han habituado a escucharla tantas veces, que perdimos la noción de lo que significa ese infierno de minutos interminables. Cristian y Fernanda fueron torturadas por agentes de la Marina. Se ensañaron con ellas por ser lesbianas. Las exhibieron como si fueran integrantes de Los Zetas y con cargos falsos las enviaron a prisión. Después de cinco años, recuperaron su libertad. Tienen miedo, pero quieren volver a confiar
Texto: Paula Mónaco Felipe. Video: Arturo Contreras Camero
19 de Febrero de 2017
El calor agobia. La piel apenas aguanta una pijama de verano. Escuchan voces mezcladas con el ruido de la tele.
– ¿Qué pasa? – pregunta Fernanda.
– No sé, creo que es al lado – responde Cristian y va al baño. Desde allá oye un ruido más fuerte, cercano, y regresa al cuarto para acostarse otra vez junto a Fernanda. Un instante más tarde hay cerca de veinte hombres rodeándolas.
Entran en tropel, a gritos y apuntándoles con armas largas. Llevan el rostro cubierto, trajes camuflados, un chaleco oscuro que en el pecho dice: Marina.
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? – pregunta Cristian.
– ¡No te hagas pendeja, hija de tu puta madre! – le responden mientras las jalonean sacándolas de la cama.
Estaban acostadas, dando vueltas con el ritmo lento del despertar. Llevaban unos pocos días en esta ciudad ajena: su noviazgo naufragó en la otra, su ciudad, y migraron para rehacer la relación. Dejaron el bar que tenían allá para poner otro acá en sociedad con un amigo. Apenas habían rentado este departamento donde sólo hay una cama, una televisión y maletas en el piso. Ahora Cristian está tirada y la patean.
– ¿Dónde están las armas? ¿Dónde están las drogas?
– ¿De qué me está hablando?
– No te hagas pendeja, hija de tu puta madre – mientras la cachetean con la mano abierta.
– ¡No sé de qué me está hablando! Yo vengo llegando a este departamento, revise, ahí están mis papeles – y señala a la maleta.
– No hables –. Y siguen cacheteándola.
Igual hace otro marino con Fernanda. La empuja hacia la cama, se tira encima de ella y le pega. Abre un tajo en su boca, brota sangre y más golpes le da, más le jalonea el cabello, como si el olor de la sangre le enardeciera algún instinto violento. Siente golpes en todo el cuerpo, uno tras otro, la azotan con objetos que no logra identificar.
A Cristian La arrastran hacia la sala, nueva sede de un infierno que se extiende ocupando cada metro del departamento.
– Vas a hablar, hija de tu puta madre – grita una voz.
Trata de cubrirse. Es alta y corpulenta, su físico impone
– ¡Yo no tengo nada que decir! – grita, intenta pelear contra esos hombres – ¡Vengo llegando y ella es mi novia!
El tiempo se detiene en un instante de silencio. ‘Es mi novia’, parece que las palabras retumbaran. ‘Es mi novia’, la frase que desata una furia aún mayor.
– ¡Y encima de todo machorra, hija de tu puta madre! – responde, el marino y abre una catarata de insultos entre patadas – ¡Perra! ¡Maldita machorra! Vas a ver, ahorita te vamos a enseñar lo que es la verga para que pruebes, maldita machorra.
En el jaloneo, alcanza a ver que se llevan a Fernanda ensangrentada, maniatada y con los ojos vendados. Siente el frío del hierro en sus labios, un arma larga en su boca. Reacciona y empuja con todas sus fuerzas, hace trastabillar al militar. Enojado, vuelve a patearla. Después avienta todo el peso de su cuerpo sobre el abdomen de Cristian, que pierde el conocimiento.
A Fernanda la llevan por las escaleras. Uno de ellos le pega mientras toca violentamente sus genitales, la jalonea para que avance mientras pellizca fuerte sus pezones sin más protección que una delgada blusa de tirantes.
– ¡Cállate, perra!- y le mete la mano en la vagina. – ¡Cállate! – y le mete la mano en el ano.
La sacude con violencia, la empuja escaleras abajo. La lleva con el pescuezo doblado y la mete en la parte trasera de una camioneta. Ahí dentro, tropieza con el cuerpo de un hombre: está boca abajo, con muchos cortes en sus brazos, no sabe si vivo o muerto.
Hincada a su lado, Fernanda no puede moverse. Un brazo fuerte la somete y una mano se introduce por su vagina. No es una mano normal, lleva un guante o algo rasposo que duele y arde mientras se mueve adentro suyo. La mano-objeto lastima su cuerpo sin pausa; ella llora.
– Ahorita van a subir mis compañeros. Ojalá y digas esto que te pasó, ojalá. No sabes mis mañas, yo te voy a matar, no te voy a dejar que me descubras. Ojalá y digas, te va a ir peor - Fernanda llora dentro de la camioneta estacionada; él sigue violándola con su mano rasposa.
En el departamento, Cristian recupera la conciencia y recibe más golpes, siente la sangre escurriendo desde su nariz.
– Vamos a dejarlas, güey. No son ellas – dice uno bajando el tono de voz.
– Chinguen a su madre, ya les pegamos y nos van a demandar. Que chinguen a su madre las machorras estas – y la bajan por las escaleras, la empujan hacia la cajuela de una camioneta. Con el rostro tapado y las manos atadas delante, roza la pierna de Fernanda.
– ¿Eres tú? – susurra su novia.
– No hables – le responde, voz baja – ¿Qué pasó? ¿Qué te pasa?
– Me están tocando– dice Fernanda y llora.
– ¡Déjenla! ¡No le hagan nada! – grita Cristian.
– ¡Cállate hija de tu perra madre porque a ti te va a ir peor – un hombre jala sus pechos y los saca fuera del top para apretarle los pezones y pellizcarla –. Ahorita te vamos a enseñar lo que es bueno, hija de tu puta madre, machorra. A esas les va más bien, a las machorras. ¿Y a ti no te da asco estar con esta?
– ¡Suélteme! – Cristian se mueve para tratar de evadir al hombre. Pelea, no pueden someterla con facilidad pero hincada y maniatada resiste poco.
El tipo la detiene y mete la mano rasposa dentro de su vagina. Mueve la mano violentamente, desgarrándola.
– ¡Hazte para acá!
– ¡Ya, por favor! ¡Me duele mucho! – ella llora y él mueve su mano con más fuerza.
La camioneta está en movimiento, siguen violándolas de camino a algún lugar. Escuchan a muchos marinos, hay quienes observan y otros platican como si nada ocurriera a su alrededor. Bromean, “ahora vamos por más viejas”.
* * *
Yo no soy a quien buscan: muchas veces intentas explicar la confusión pero las palabras ya no sirven, no bastan.
Las voces suenan iguales, los sentidos se trastocan: ¿Es el mismo tipo o es otro? Da igual, todos están encima.
Se acabaron los santos para encomendarse. La mano rasposa desata un torrente de sangre. Tu cuerpo es mío, dice. Tu cuerpo de pinche machorra es mi juguete.
Llora, muchacha. Tus lágrimas son tuyas.
“Te va a gustar más”
La camioneta se detiene. Bajan a Fernanda y Cristian en un lugar que parece ser una casa, no hay certeza porque llevan los ojos tapados. Por debajo de la venda, Fernanda ve el piso: azulejos con agua podrida, apestosa; agua sucia de sangre descompuesta.
– Por favor, quiero ir al baño. Me arde mucho, me duele, me estoy orinando – pide Cristian al hombre que está junto a ella.
– Te voy a llevar. Te voy a desamarrar las manos y te voy a quitar la venda para que descanses un ratito, china – responde él con tono amable.
– Me violaron, me lastimaron– dice. Cuando el marino la libera de sus ataduras, ve sus piernas empapadas de sangre.
Fernanda también pide permiso para ir al baño y aunque se lo niegan, suplica hasta lograr autorización.
– Hazle como puedas – le dice un militar y la empuja a un rincón sin quitarle venda ni amarre. Ella baja el delgado pijama de algodón que ya no es blanco sino rojo, teñido por la sangre que baja por su entrepierna. Después de orinar, él la arrincona.
– Tú estás bien bonita, tú te puedes buscar a un hombre que te haga algo bien. No has probado, ven que te voy a enseñar – y maniatada ella, la obliga a tocar su pene – ¡A poco no te gusta esto! ¡Mira, te va a gustar más que tu novia!
– Créame que no. Toda mi vida me ha gustado la mujer, desde pequeña. Así nací y hasta la fecha me siguen gustando. No porque lo toque me va a gustar usted.
– ¡Pinche perra hija de la chingada! Vas a ver que al rato te va a gustar porque te va a gustar.
Las suben otra vez a la camioneta. Minutos más tarde - ¿o tal vez una hora?- llegan a un lugar que huele igual: agua y sangre podridas. En sus pasos a ciegas, tropiezan con personas tiradas en el piso.
– ¡Ya mátenme! ¡Ya mátenme por favor!-. Oyen muchas voces que suplican, gritos y llantos de dolor, sinfonía infernal que se mezcla con ruidos de golpes. No pueden ver pero escuchan que es “un lugar de ellos”, los marinos, y frases como “ahí viene el comandante para que le ofrezcan más dinero”.
Las separan. Cristian sigue vendada, ahora maniatada hacia atrás, en un cuarto pequeño con varios hombres.
– Está bonita la china pero es machorra la hija de su puta madre. Vamos a enseñarle lo que es bueno.
Levantan el top y ponen algo metálico sobre sus pezones, un aparato que jala la piel mientras descarga electricidad, hace vacío y truena (aparato de tortura que llaman chicharra).
– Ya te cargó tu puta madre– con más toques, ahora sobre sus nalgas. Siente que sus músculos van a atravesarle la piel. Muchas voces: "A esta machorra le vamos a meter los toques por el culo y la vamos a coger por el culo para que aprenda"; "Mátala a la hija de su puta madre tortillera".
Siente una bolsa que cubre su cabeza. Se ahoga, quiere respirar pero la bolsa se le pega al rostro. Entre varios la levantan, sus pies descalzos están por encima del piso y ya no tiene aire ni para forcejear.
– Se está ahogando, güey – escucha lejano– ¡Ábrele un hoyo!
Ahuecan la bolsa, respira y enseguida le cubren la cabeza con cinta, aprietan ojos, boca y cuello. Cristian siente que su corazón late demasiado fuerte, como queriendo salirse de su cuerpo.
La avientan dentro de un recipiente con agua. La sumergen y vuelve la electricidad, ahora expandida en cada gota de agua. Su cuerpo se sacude sin control dentro de un caldo ardiente.
Voltean el recipiente y la empujan al piso empapado para seguir ahí con electricidad. “Machorra”, “perra”, los insultos suenan lejanos mientras su corazón brinca cada vez más fuerte: está cerca del límite y los torturadores lo advierten. Quitan la bolsa de su cabeza para que se recupere: la quieren viva para seguir destruyéndola.
Vuelven a cargarla contra la pared y le meten una pierna entre las suyas. Sin control, se orina sobre el marino que responde tirándola al suelo.
– ¡Bájate el cierre, güey! ¡Bájatelo para que te la mame esta hija de su puta madre! – ordena uno.
Es un coro de voces: “¿Cómo es que no te gustan los hombres?”; “¿Lo vas a hacer tú o lo hago yo?”. “Sobres”, y aprieta sus labios cuando un militar le pone su pene sobre la boca: “¡Ándale hija de tu puta madre, chúpamela para que sepas lo que es bueno!"
Intentan destrabarle la quijada pero ella sigue con la boca cerrada.
– N’hombre, no te la quiere mamar. Vas a ver ahorita –. La levantan, la ponen otra vez contra la pared, y siente un objeto presionándole un dedo de la mano. Amenazan con “tumbarle el dedo” si no habla.
– ¡Qué quiere que le diga! ¡Yo no sé nada! A mis documentos ya los tienen, yo no soy nadien ni trabajo para nadien – responde resignada.
Después de torturarla, la llevan con una enfermera. Intenta contarle que la violaron pero la mujer la interrumpe: “¡Cállate, pendeja! Te has de haber lastimado cuando te aventaron a la camioneta. No digas esas pendejadas de que te violaron porque aquí no se hace eso. Yo trabajo aquí y te puedo decir que a eso no lo hacemos”.
Fernanda también es sumergida en un infierno de torturas con electricidad, bolsas de plástico, golpes e insultos. La llevan con la misma enfermera que se burla cuando trata de acusar a los marinos: “Mejor cállate porque si te llegan a escuchar son bravos cuando alguien anda hablando de ellos”.
* * *
A la mano rasposa le crecen tentáculos. Se mete por todo tu cuerpo y te destroza.
Se hace suave y te acaricia: “Tú estás muy bonita, tú te puedes buscar a un hombre que te haga algo bien”. Se hace corriente eléctrica y se justifica: "Te voy a enseñar lo que es bueno".
Los golpes, la bolsa, la chicharra del horror. Duele tanto que ya no sabes dónde es que te laceran. Quisieras morirte ahora, en este instante. Anhelas morirte y sólo escuchas machorra, perra, pinche puta lesbiana.
“Créame. Toda mi vida me ha gustado la mujer, desde pequeña”; tus palabras que intentan explicar azuzan la furia. Te odian, arden de coraje, ¿cómo te atreves a rechazarlos a ellos, oficiales de la patria, buenos vecinos, padres de familia?
El mundo se desmorona completo. Tú les creías, pensabas que militares y policías te cuidaban de los malos. Tú creías que los hombres eran buenos como lo es tu papá.
“Las vamos a estar cuidando”
A Fernanda y Cristian no les permiten estar juntas. Las llevan de un cuarto a otro, en mudanzas sin más sentido que un nuevo escenario de torturas. Tiemblan con los cambios de guardia porque cada marino es un tirano con perversiones diferentes. Llegan a cachetadas, las insultan, prometen enseñarles “lo que es bueno”: desde meterles un palo en el culo a otros métodos para corregirlas, para que ya no sean lesbianas.
Un marino patea a Fernanda: “¿Tú qué? ¿Con quién vienes?”. Ella responde “con mi novia” y el tipo se enciende: “ahorita vengo y te doy una calentadita”.
Otro acaricia el cabello de Cristian y finge bondad: “¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes? ¿Quieres agua? Morena, yo no te voy a hacer daño, lo que quieras te lo voy a dar. En mi guardia yo te voy a cuidar”.
Llega uno a quien llaman “teniente” y ella le ruega por agua, hincada en el piso, en la postura que la obligan a mantener durante horas.
– Ahorita te voy a dar de tragar– responde él y sobre sus manos avienta una tortilla con algo que parece puré – ¡Cómetelo!
– No voy a comer. Si quiere que coma, suélteme.
– ¡Se te está cayendo, mierda! – y la empuja. Pisa su cabeza, le impide levantarse, la obliga a lamer el suelo.
– Por favor, regáleme un vaso de agua pide ella cuando la deja moverse. El hombre le trae un bote con líquido caliente, es orina.
Un día que ya no saben cuál es, las suben otra vez a la camioneta. “Están bien pendejas de trabajar para Los Zetas, el Golfo paga mejor”, les dicen. “Pinches machorras, ahora las vamos a entregar con el Golfo”.
Al bajar, sus pies descalzos sienten pasto. Les quitan vendas pero casi no pueden ver, sus ojos están infectados. Tampoco pueden mover la cabeza, “no se les ocurra voltear, pinches machorras”. Apuran a otros militares encapuchados, quienes toman fotos y graban con cámaras de video.
Cristian, con ropa sucia que le pusieron, y Fernanda, con su pijama ensangrentada, están debajo de una palapa que parece casa abandonada. Paradas en hilera junto a personas que no conocen, diez hombres y una mujer. Adelante hay armas y paquetes.
Los marinos registran la puesta en escena que luego se transmitirá en noticieros donde las presentarán como narcotraficantes y jefas de plaza del cártel Los Zetas en la ciudad que apenas conocían. En un boletín oficial, la Secretaría de Marina Armada dirá que su arresto “deriva de un intenso trabajo de inteligencia naval” y forma parte de “acciones encaminadas a fortalecer el Estado de Derecho” (sic).
Las vendan otra vez para llevarlas a la Procuraduría General de la República y amenazan “las vamos a estar cuidando”. Las bajan con la misma ropa ensangrentada pero ningún burócrata se asombra; nadie les pregunta por su cuerpo amoratado, los ojos infectados y la sangre seca que se mezcla con manchas frescas de heridas abiertas.
Piden hacer una llamada, no las autorizan. A Cristian la dejan ir al baño, acompañada de una perito. Le dice que fueron violadas; ella toma muestras.
En la oficina de PGR declaran con un marino haciendo guardia a su lado. Un burócrata le presenta una declaración y les pide reconocer sus firmas: recuerdan entonces que en algún momento de tortura, con los ojos vendados, las obligaron a firmar papeles. Las hojas que están sobre el escritorio son una confesión de delitos graves. Después les muestran un arsenal y les dicen “son de ustedes, la traían ustedes”.
Un rato más tarde estarán dentro de una cárcel de máxima seguridad, la primera de tres donde pasarán cinco años encerradas.
* * *
Te robaron casi dos mil días de vida. Ya estás afuera, ¡cuánto pensaste en este momento! “Voy a recuperar mi libertad. Voy a ser feliz. Voy a estar otra vez con mi familia. Ya no voy a tener miedo”. Lo anhelabas pero llevas dos meses afuera y nada de eso llega: no eres feliz, no lo has sido ni un solo día.
Lloras en cascadas incontrolables. Adelgazas porque no comes, tampoco duermes. Pierdes tu nombre: no te llamas Cristian, tampoco Fernanda, pero te da miedo decir el verdadero.
Te sientes cautiva. No te atreves a salir sin tu papá o tu hermano, cualquier otro hombre te hace temblar. “Sobreviví. Sigo sobreviviendo”, lo repites para creerlo. “Soy fuerte” y lo eres.
Hablas aunque llores sin control: tus palabras alejan al infierno. Quieres que todas hablen: “juntas seremos invencibles”. Sales: quieres volver a confiar.
Estás peleando y llegarán los días felices.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la fuente.
Este reportaje especial fue realizado con apoyo del Fondo Canadá para Iniciativas Locales.
“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: http://www.piedepagina.mx".