Mujeres ante la guerra
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Cantos al amor desaparecido
Estas mujeres llevan una pelea doble: buscar a sus desaparecidos y quitarse el hierro con que las marca cada vecino, cada autoridad y sus propias familias, por ser las esposas y madres de los policías de un pueblo atrapado en la guerra. En esa lucha, ellas se han encontrado y se han abrazado para aguantar -juntas- la doble carga de las ausencias y del estigma.
Texto: José Ignacio De Alba. Fotografía y Video: Félix Márquez y Victoria Helena
CANTO 1: Rosario y el reloj detenido
Rosario Sayago le mintió al muchacho que le gustaba, le dijo que tenía 16 años y que no estaba enamorada de él. La primera mentira era necesaria; la segunda, un truco seductor. Juan Carlos Montero, de 18 años, quedó flechado por la muchacha, que en realidad tenía 13. Años después se reencontraron y se casaron. Ella ya tenía dos hijos y él había dejado una carrera militar en la Ciudad de México, donde trajinaba amores fugaces.
Vivieron en Cardel, un pueblo cercano a la zona portuaria de Veracruz, delimitado por ríos y campos azucareros. Rosario complementaba el salario que su esposo tenía como comandante de la policía municipal de Úrsulo Galván –pegado a Cardel -- vendiendo bolsas o como peluquera; Juan Carlos hacía trabajos de albañilería o de eléctrico. El comandante era apreciado por sus subalternos. Los hijos de Rosario lo reconocieron como papá.
El 11 de enero del 2013, Juan Carlos dejó en su casa un reloj de pulsera que Rosario le había comprado. Esa noche, él y otros 7 policías salieron a hacer un patrullaje de rutina a una zona conocida como el Arenal y ya no volvieron.
Rosario acostumbraba llamarle por las noches. Pero esa vez él no respondió el celular. Extrañada, contactó a los familiares de los otros policías para decirles que algo no andaba bien. En la comandancia, el operador de radio les dijo que no había respuesta en la frecuencia de la patrulla.
El reloj de Juan Carlos se quedó sin pila y sin cambios. Hoy, 4 años después, marca las 10:01. La misma hora todos los días, una metáfora de la espera de Rosario.
“A mis hijos les dije que los iba a dejar más tiempo solos. Les tuve que decir la verdad porque de cualquier modo se iban a enterar y nadie se los iba a decir como yo se los dije… Al principio lo esperaron, ahora saben que ya es un poco difícil. Pero ellos en su corazón esperan. Ellos en sus oraciones piden a dios que su papá regrese… Por eso una se maquilla, para disimular todo”, dice Rosario, quien ahora divide su tiempo entre ganar dinero, buscar a su esposo y ser porrista de los partidos de fútbol de sus hijos.
Su hijo menor dice que quiere ser policía, como su papá. “No, amor, yo no quiero que seas eso”, le responde Rosario, entre caricias y sonrisas.
El 11 de enero de 2013, los 8 policías de Úrsulo Galván que realizaban un rondín en la localidad de El Arenal fueron detenidos y desaparecidos por policías estatales. La gasolinera y los cañaverales fueron los últimos testigos de la desaparición.
CANTO 2: Marisela y las cartas
Marisela ya tenía nietos cuando un flechazo la agarró desprevenida. Un periódico organizó un juego de amores para que sus lectores probaran su suerte intercambiándose cartas anónimas. La carta de Aureliano Sánchez, celador de un reclusorio en Veracruz, terminó en manos de Marisela, quien estaba divorciada. Después llegaron las esperas por el cartero que traía en sobres los acrósticos que ingeniaba su amado desde Perote.
En 1994 Aureliano hizo su movida final:
“No soy casado por ninguna ley ni religión, creo en dios y soy católico y pienso casarme contigo si tú así lo deseas. Me está esperando el cartero como siempre a las carreras. Siento mucho lo de tu accidente y espero que te recuperes pronto”.
Después, su pretendiente atendió su obligación de buen yerno y pidió la mano de Marisela. Sin importar que ella fuera 15 años mayor, escribió al padre:
“…aprovecho este conducto para expresarle mi deseo de casarme con su hija. Tengo cuarenta años, nunca me he casado y creo que ya es tiempo. Sé que es algo difícil de creer ya que me encuentro en este lugar comprendo que usted se encuentra un tanto preocupado yo también soy padre de dos hembras que ya son madres y sé lo que se siente pero quiero que sepa que con su hija sólo existe la firme decisión de casarme con ella y hacerla feliz”.
El padre de Marisela rechazó la petición de Aureliano. Las cartas del enamorado, de cuidadosa letra cursiva llena de errores ortográficos, no lo convencieron de aceptar que su hija se fuera a vivir “con un policía de rancho”. La mujer se largó de su casa, advertida: “si te vas, olvídate de nosotros”.
Y se olvidó. “Mi esposo era un gran ser humano. Era el compañero con el que yo quería pasar el resto de mi vida”, dice Marisela, mientras saca de unas bolsas fotos, cartas y recortes de periódicos.
En una de las paredes de su casa cuelgan los reconocimientos empolvados que el municipio de Úrsulo Galván dio a Aureliano, por su labor como policía. Era un trabajo que a Marisela no siempre le daba serenidad. “Al principio no quería que vinieran sus amigos a la casa, porque no quería aquí el ambiente de policía. Hasta que de a poco los conocí y ví que no eran malos. Llegaban a veces, después de trabajar y él les hacía unas ‘picaditas’ para cenar, tomaban unas cervezas y se iban a sus casas… Mi esposo amaba su trabajo. Otros quizá estaban ahí porque necesitaban dinero, pero él no, él amaba ser policía, tenía 29 años ahí, y yo tenía que respetar eso… Cuando llegaba a la casa se quitaba el uniforme y me decía que no quería hablar del trabajo. Decía que este era su oasis”.
Úrsulo Galván está en uno de los grandes agujeros negros que la guerra contra el narco dibujó en el país en la última década: es la zona que rodea al puerto de Veracruz y que, a partir de 2009, quedó secuestrada por una guerra intestina entre grupos criminales y diferentes corporaciones policiacas y militares. Al arrancar 2013, comenzaron las desapariciones masivas.
El 11 de enero, Aureliano debía salir “franco” (de descanso), pero aceptó cubrir a un compañero que tenía una fiesta familiar. Entonces montó la patrulla con otros 7 policías: Agustín Rivera Bonastre y Juan Carlos Montero Parra -primer y segundo comandantes-, Samuel Montiel Perdomo, Alejandro Baite Hernández, Javier Araujo Molina, Guillermo Torres Perdomo, Luis Alberto Valenzuela y Aureliano Sánchez Tonil.
Marisela no se preocupó porque a su esposo “no le gustaba que lo molestaran en su trabajo”. Al día siguiente, ella fue a la comandancia para llevarle ropa limpia y algo de comida. Ahí se enteró que los 8 municipales estaban desaparecidos. “Ese día nos conocimos todas las mujeres”.
“Cuando más me doblo porque él no está, saco mis cartas y las leo. Y digo: Dios si mi destino era quedarme sola, pero me diste la oportunidad de amar de la forma que amé, valió la pena”
CANTO 3: Ithan
A Ithan su madre lo dejó en casa de Marisela, su abuela, cuando era un recién nacido. Aureliano Sánchez lo adoptó como si fuera su hijo.
Marisela cuenta que cuando su esposo salía de trabajar llevaba a Ithan al río para pescar y comer salchichas cocidas en fogatas, pero “lo único que pescaban eran resfriados”. Para ganar un dinero extra, Aureliano se ponía a reparar lavadoras o a destapar cañerías. Si no conseguía otro trabajo se iba a caminar con el niño y -a veces- traían de los ríos pececillos para cuidarlos en la pecera de su casa.
Lo único que Aureliano le prohibió a Ithan fue visitarlo en el trabajo. “Alguna vez que pasamos de sorpresa le llamó al otro lado de la calle y le dijo: ‘No quiero que veas todo lo que pasa aquí en la comandancia, llega un ladrón hay que encerrarlo, golpearlo o maniatarlo. Es feo, si no quieres ver eso no vengas’”.
Ithan tenía ocho años cuando Aureliano desapareció. En la secundaria, sus compañeros le decían que a su padre lo habían asesinado por ser policía municipal, también lo provocaban diciéndole que le habían cortado la cabeza. Un día le entregaron una hoja con un mensaje escrito a mano:
“El niño Ithán Yarel prometera cumplir. Con la paga de los tacos o la comida que traiga a cambio de su proteccion del niño Michel Alexis mas siempre que quiera agua dare cada lunes es la paga solo por una semana ya que si no paga nadie lo protegera y es dentro de la escuela”.
Ithan tuvo que firmar el compromiso ante sus compañeros de clase, que se convirtieron en sus extorsionadores. No le dijo nada a Marisela, quien descubrió el “contrato” urgando en su mochila. Terminando el año escolar, lo cambió de escuela.
A Ithan, la confusa desaparición de Aureliano lo pone triste, pero también lo colma de rabia. Se volvió callado y ahora mejor juega con sus gatos.
Ahora, la pecera donde el niño y su padre coleccionaban los pececillos capturados en las riberas de los ríos está seca, abandonada y rota. Igual que la casa a la que se tuvieron que mudar. “La otra casa donde rentaba me la quitaron -explica Marisela-. Dijo la dueña ‘el esposo es policía ya no va a estar y pues quien va a pagar’, yo ya no era garantía. Nos tuvimos que salir… Esta casa me la rentaron porque nadie la quería, está rota, la barda se está cayendo… Los amigos se fueron ¿Será por miedo? Quiero pensar que fue eso, porque si no, qué poca... éramos amigos”.
De los 29 años de servicio de Aureliano no queda ni un centavo. Marisela mantiene su casa cuidando a una vieja en el pueblo. “La ayudo para que muera como merecemos morir todos, con dignidad”, dice. Los cigarros mentolados le han dado una voz casi grave.
Ser hijo de un policía desaparecido es una marca con la que Ithan ha tenido que aprender a vivir
CANTO 4: Obdulia y las mujeres
Los primeros meses que siguieron a la desaparición de los policías, sus esposas durmieron frente a la presidencia municipal con la esperanza de verlos llegar o, al menos, tener alguna noticia.
Luego, Obdulia Casas, esposa de Samuel Perdomo, ofreció su casa, a unas cuadras del centro del pueblo, para que las otras esposas y madres pudieran comer y esperar en un lugar que no fuera la banqueta de la calle. El argüende de Obdulia, sus gatos montunos y la casa entre cañaverales airada por la brisa costeña le dio a la espera un sosiego a veces dulce.
“Él era todo para mí y yo era todo para él. Nunca nos habíamos separado”, cuenta Obdulia.
Entre comida y comida, entre esperas y pláticas, llantos y confidencias, las mujeres tejieron una amistad que les ayudaría a enfrentar las incertidumbres. Allí planearon hacer tamales de pollo para vender y solventar los gastos de su búsqueda. Reunidas allí confabularon investigar por su cuenta lo que había sucedido. Algunas de ellas siguieron el camino que hizo la patrulla antes de desaparecer. Su indagatoria las llevó a la comunidad de El Arenal, donde en una cantina un testigo les narró lo que vio la noche que los policías desaparecieron.
En la casa de Obdulia, las mujeres compartieron las certidumbres que nadie les había dado. Cada una tenía un pedazo de historia y entre todas armaron una versión extra-oficial, que es la mejor que se ha hecho sobre el caso y que les permite saber que fueron policías estatales los que se llevaron a sus esposos.
La policía estatal -en ese tiempo dirigida por Arturo Bermúdez-- negó que el día de la desaparición hubiera realizado operativos en la zona. Los testigos, por temor, no han querido declarar. La Comisión Nacional de Derechos Humanos abandonó su caso diciendo que no hay testimonios suficientes. El alcalde levantó un acta por el robo de las armas y la patrulla antes de denunciar la desaparición de sus elementos policiacos. Los responsables de buscarlos les dijeron que sus esposos eran encargados de cuidar los embarques de droga que llegan y salen de Chachalacas, una playa ubicada a 15 minutos del pueblo. Y en lugar de buscarlos las cuestionaban sobre lo que ellas sabían de las actividades de sus esposos.
“Ellos (los funcionarios) nos dijeron que recibían 10 mil pesos mensuales ¿Pues dónde están? Mi esposo arreglaba la luz para no pagarla. ¿Por qué hablan de delincuencia organizada si el dinero que aportaba mi esposo a la casa era muy poco?”, pregunta Marisela, quien en un momento de desesperación llegó a proponerle al fiscal que buscara a Aureliano por abandono de hogar.
– ¿Por qué? – preguntó el fiscal.
– Para ver si así lo encuentra– respondió ella.
Las mujeres y sus familias tejieron una amistad que les ayuda a enfrentar las incertidumbres; entre ellas han podido descubrir que fue la policía estatal la que se llevó a sus esposos
CANTO 5: Martha y el dolor
Martha González recibió un sobre con el nombre de su hijo, adentro encontró 2 mil 400 pesos. Aunque Luis desapareció cuatro días antes de que terminara la quincena, el alcalde de Úrsulo Galván, Martín Verdejo, tuvo la cortesía de entregarle a su madre el último salario del policía. Con el dinero en la mano, Martha se dio cuenta de lo ridículo que había sido todo. Los cólicos fueron la primera señal de que el dolor por su hijo lo iba a pagar con todo el cuerpo.
Luis era socorrista de la Cruz Roja y tenía planeado casarse en junio del 2013, por eso optó por tener un ingreso como policía. Era el policía más joven de los ocho desaparecidos. Cuando se lo llevaron no se enteró de que su prometida estaba embarazada. Hoy, su hija Gaby tiene 4 años. Y el cuarto de Luis sigue intacto en la casa de su madre: aún está el buró lleno de triques, un cacharro con gomas para audífonos, el armario con camisas dobladas, la cama tendida y una vela con olor a canela que ponía Martha nostálgica en los primeros meses de la desaparición. Ella confiesa que llegó a poner un trapo bajo la puerta para no oler la fragancia y que los recuerdos no la persiguieran. Ahora, mitiga la tristeza con pastillas para la depresión. “Me da miedo andar en la noche, pero ese miedo lo venzo y salgo a buscar a mi hijo, que es lo que más quiero”, cuenta Martha, a quienes sus amigas la abandonaron con la misma justificación que usaron las autoridades para no investigar nada: “Seguro andaba en algo”.
La familia -dice - también se sumó al juicio: “Me decían ‘Martha, la vida sigue’. Y yo me enojaba de que me lo dijeran”.
Martha es la única madre del grupo de mujeres que busca a los policías desaparecidos de Úrsulo Galván. Con el tiempo, se ha vuelto amiga entrañable de Rosario Sayago. Se acompañan y se aconsejan.
Rosario entendió que el dolor de una madre por su hijo es más grande que el de una mujer que busca a su esposo: “A la vuelta de la esquina te encuentras a un hombre, pero ¿a un hijo?”. Martha, por su parte, dice que la asombra el amor que Rosario le tiene a Juan Carlos, quien conserva las camisas dobladas de su esposo.
Martha y Rosario han ido a las búsquedas de desaparecidos en la colonia Colinas de Santa Fe, en el Puerto de Veracruz. El lugar -ubicado a 40 minutos en coche de Úrsulo Galván- es la mayor fosa clandestina del estado. Desde el 3 de agosto de 2016 se han hallado más de 160 cabezas humanas. Ataviadas con paliacates, gorras y guantes, se ponen a clavar varillas en la tierra para dar con cuerpos o distinguir falanges de piedras.
“En el pueblo nos decían que en algo andaban y que a nosotras nos iban a desaparecer por andar en las manifestaciones… Nos sentimos vulnerables, las personas que se llevaron a nuestros familiares siguen libres. El gobierno, derechos humanos, todos nos dejaron solas”, dice Rosario.
“En el pueblo nos decían que en algo andaban y que a nosotras nos iban a desaparecer por andar en las manifestaciones”.
CANTO 6: Los hijos y la muerte
“¿Estigmatizar? Es una palabra suave…” reflexiona Marisela. “Nuestros motores de vida se sustituyeron, pero la mujer la tuvieron que encapsular y la madre… la madre tuvo que elevar su fortaleza, porque todos los niños de todas nuestras familias tienen secuelas”.
Hace unos meses Ithan llegó a casa con el ojo morado de la escuela. Habían pasado más de tres años de la desaparición y Marisela sintió que era el momento de decirle algo que ella cree en el fondo de su corazón: el hombre que lo había cuidado está muerto. Una dolorosa certeza que le permitiría continuar con su vida.
“Yo le dije que su papá había desaparecido, que cuando yo supiera algo más se lo iba a decir. Pero el niño se agarró a golpes, él no sabe pelear. Yo le dije que no podía seguir con esa violencia. Le dije: ‘si tienes dudas yo te las voy a despejar: tu papá está muerto. Nada nos va a recuperar de su pérdida. Tienes que empezar a cambiar, él ya no va a venir a orientarte ni a dirigirte. Todo lo que aprendiste de él lo vas a tener que usar’. Lloró mucho”.
Ithan la escuchó y después de un rato, le preguntó:
– ¿La policía es mala?
– No hijo, también hay policías buenos.
– No, porque mi papá ya murió
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la fuente.
Este reportaje especial fue realizado con apoyo del Fondo Canadá para Iniciativas Locales.
“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: http://www.piedepagina.mx".