Camino a Sásabe
ALTAR, SONORA.- Aún no clareaba cuando Abel notó que el tren de carga donde viajaba estaba siendo detenido, vagón por vagón, por un hombre vestido con ropa de camuflaje, aunque sus tatuajes y el corte de pelo le hacían dudar de su origen castrense. Luego vio que no era un hombre solo, sino que al menos tres extraños se habían distribuido a lo largo del tren para ordenar a los migrantes que se concentraran en un solo punto.
Abel le hizo señas a su compañero de viaje para que se arriesgaran a separarse de las vías del tren. Corrieron hasta que se sintieron a salvo. Calcularon el rumbo, faltaban unos 5 kilómetros para llegar a Caborca, y trazaron una ruta imaginaria a pie, paralela a las vías.
Abel se quitó la camisa para envolverse la cabeza. En verano, los días aquí son los más largos, duran hasta 14 horas. A las seis de la mañana, ya había amanecido por completo.
Con mayor ritmo en la caminata, el compañero de Abel comenzó a sacarle ventaja. Cuando lograron salir a carretera, Abel creyó que lo estaban logrando, pero le preocupaba que sólo tenía como unos 200 mililitros de agua en su botella.
Pidió aventón a los transportistas, a automovilistas particulares, pero nadie de detuvo. Una hora después, comenzó a desesperarse. Sacó los 300 pesos que le quedaban y los sacudió para que los conductores vieran que podía pagar. Tampoco funcionó.
Abel ya no alcanzaba a ver a su compañero. Desesperado, sin nadie que lo ayudara, encontró algo que describe como una alcantarilla y decidió meterse ahí. Hincado, con los primeros estragos del desierto, lloró. Le pidió a su Dios una oportunidad. Rezó varios minutos.
Al salir a la carretera, el conductor de un camioncito de Oxxo accedió a llevarlo entre las cajas de mercancía. Alcanzaron a su compañero. Abel había sobrevivido a su primer encuentro cercano con el desierto de Sonora.
“Me salvé de que me secuestraran”, dice días después el hondureño, a punto de echarse a la boca un trozo de tortilla de harina con frijoles. Lo dice con voz bajita. Pregunta sobre la seguridad en otros puntos de la frontera norte. Quiere saber si le conviene alejarse del desierto.
La carretera de San Luis Río Colorado a Sonoyta, en medio de la Reserva de la Biósfera el Pinacate, corre paralela al muro fronterizo que divide al muro fronterizo de México y Estados Unidos.
El hombre cuenta que en su país se dedica a las campañas propagandísticas y publicitarias. Un rompimiento familiar y la escasez de trabajo lo impulsaron a salir. Culpa al presidente Juan Orlando Hernández de otorgar trabajo sólo a las empresas de sus amigos y hundir a su país en una de las peores crisis de su historia.
El pueblo al que llegó Abel es conocido porque la economía depende en 90 por ciento de los migrantes. Hasta hace una década, funcionaba como un lugar donde los migrantes se surtían libremente de lo necesario para internarse en el desierto: alpargatas para disimular las pisadas, ropa y gorras camufladas, galones de agua de color negro para evitar el brillo con la luna, pecheras y pasamontañas para cubrir cuello y rostro, guantes.
Pero a partir de 2007, las mafias comenzaron a controlar todo. En la plaza central del pueblo sólo quedan dos puestos de comercio. Los migrantes son recluidos en las casas y encaminados a locales específicos para comprar lo necesario. Hay alrededor de 60 “casas de huéspedes” y 11 hoteles. Es la ruta más segura para quienes están “conectados” con las mafias de polleros: los migrantes son trasladados en camionetas Van blancas hacia Sásabe, el punto fronterizo, donde alguien más los cruzará hasta Tucson o Phoenix. Un camino de 94 kilómetros y unas 2 horas y media, luego del cual recorren a pie unos 30 minutos hasta donde termina la barda para luego internarse por la Sierra de Baboquíbari.
“Entre más pagan caminan menos, entre menos pagan caminan más”, dice Prisciliano Peraza, un sacerdote con más pinta de ranchero que de cura, y que dirige el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN). De acuerdo con el sacerdote, casi todos los que migran por esta ruta y tienen acuerdo con pollero logran llegar a su destino. Pero menos de 10 por ciento no lo consigue.
El padre Prisciliano encabeza uno de los albergues convertidos en auténticos oasis en el desierto mexicano para quienes desafían esa tierra en su rumbo a Estados Unidos.
Por la inclemencia del tiempo, ésta es la peor época del año para migrar por el desierto. Los que lo hacen son extranjeros, que desconocen las particularidades climáticas. Ahora se están arriesgando.
Según cifras de la Patrulla Fronteriza, en las últimas dos décadas, han muerto 7 mil 256 personas en el desierto de Arizona. El Ccamyn tiene un registro de mil 755 personas muertas en el desierto entre 1999 y 2009. Sin embargo, Sara Abdala, administradora del centro, advierte que la crifra puede ser mucho mayor, ya que el año pasado recibieron alrededor de 40 llamadas de familiares de personas desaparecidas en el desierto. “No recibimos ni el uno por ciento de llamadas de desaparecidos”, señala.
Cada año, el Ccamyn organiza una caminata por los migrantes que desaparecen en el desierto. Comenzaron a hacerlo por el caso de un muchacho en 2001. El trayecto, de 3 kilómetros, está señalado con cruces en los puentes con los nombres de algunos de los miles de fallecidos o desaparecidos en su travesía.
Pero este año es distinto, porque las políticas están provocando incertidumbre. Diez días después del acuerdo binacional, el Instituto Nacional de Migración informó del “rescate” de 47 migrantes en una casa de huéspedes en Altar. Y a partir de este mes, la presencia del Inami es permanente con un vehículo en el centro del pueblo, y son acompañados por la Guardia Nacional, algo inédito. En este tiempo, la asistencia de migrantes al comedor del Ccamyn, disminuyó a la mitad.