Tijuana, la última frontera
Texto y fotos: Andro Aguilar
Fecha: 21 de julio de 2019
'c'
Las caravanas que salieron de Honduras, el país centroamericano que más migrantes expulsa, recorrieron 4 mil 700 kilómetros para llegar a este punto, donde los refugiados enfrentaron la barrera más dura: la xenofobia de una ciudad en la que la mitad de la población es migrante. Tijuana es la expresión más evidente de las políticas de separación familiar de los migrantes, que comenzaron hace más de tres décadas en Estados Unidos. Hoy, sus 17 albergues están desbordados. Y los solicitantes de asilo que han sido retornados para esperar en México sus audiencias en la Corte de Estados Unidos rebasan ya el tope que el gobierno mexicano había establecido
TIJUANA, BAJA CALIFORNIA. Es sólo un papel rosa con el número 2 mil 696, envuelto en dos hojas arrancadas de una libreta. Pero para Lupita, como decide llamarse para dar su testimonio, es la oportunidad de cambiar su vida: su turno para pedir asilo en Estados Unidos.
Sentada en la banqueta frente a la estación migratoria de esta ciudad, la joven de 20 años de edad, residente en Guatemala, abraza su mochila mientras espera que esta mañana sí la reciban las autoridades estadounidenses.
Llegó a Tijuana en abril, luego de dos meses de viaje. Desde entonces, espera su turno en un albergue de mujeres y prefiere no revelar por qué huye.
Tiene una semana en la antesala de la solicitud de asilo. El turno anterior fue el 2 mil 695. Por eso repite cada día un ritual: se levanta a las 5:40 de la mañana, se baña y desayuna. Toma su maleta siempre lista con una muda de ropa y a las 6:40 sale para abordar el bus que la acerca a la línea fronteriza, conocida como el Chaparral.
Cuando llega, el sitio ya está rodeado por cientos de personas que buscan asilo. Son mujeres y hombres de tierras distintas pero similares: Camerún, el Congo, Guinea, Burkina Fazo, Colombia, Cuba, Guatemala, Honduras, Haití, El Salvador, Nicaragua, México... Todos tienen razones para huir, pero predominan la violencia y la pobreza.
De tanto reunirse en ese punto, los asistentes al Chaparral ya se conocen, al menos de vista. Algunos se saludan, conversan, se aconsejan. Un joven con una bocina en la cintura, con música que parece fusionar los ritmos de todos los oyentes, brinda asesoría sobre los trámites. Otro regala vasos de atole de avena. Una abogada estadounidense ofrece gratis servicios de su asociación en San Diego.
Esta es la babélica Tijuana, la puerta más lejana y más grande del país, también la más vigilada, donde unas 18 mil personas cruzan cada día la frontera, de ida y vuelta.
Los migrantes que han llegado recientemente en caravanas, y que recorrieron más 4 mil 600 kilómetros (más o menos la distancia entre la ciudad de México y Vancouver) prefieren venir a este punto, que es menos inseguro.
Cientos de migrantes provenientes de África, Centroamérica y México esperan su turno para pedir asilo a Estados Unidos en la Garita el Chaparral, en Tijuana.
Muchos están cansados de que el ingreso esté detenido. Un joven senegalés, con pizcas de inglés y castellano, le reclama molesto al oficial del Instituto Nacional de Migración (Inami): “¡Muchos días!”.
El oficial muestra las palmas para ayudarse a decir que no está en sus manos. “Es cosa de ellos, ellos nos dicen si sí y cuántos”, dice, en referencia a las autoridades de Estados Unidos.
Antes de las nueve de la mañana, dos funcionarias del Inami, con altavoz en mano, se acercan a los solicitantes de asilo contenidos por una valla metálica. Nombran a seis personas, tres son niños. Tienen el mismo número de turno que Lupita pero ella no está incluida en la lista.
La joven encoge los hombros, hace una mueca con la boca y suspira. Recuerda que por cada turno hay 10 personas y no siempre alcanzan a pasar todas. Así que ella sigue en la antesala. Aunque por lo menos, ya va en su número, porque la lista, que cada día aumenta, ya va en los 3 mil 500.
“Siento decepción, tristeza”, dice Lupita. “Con unas ganas de llorar... de gritar ¿por qué no pasó el número? Es que ya es mucho tiempo”.
Luego, desanda el camino al albergue con su maleta siempre lista. Vuelve a la espera. Los automovilistas pitan para dispersar a los migrantes que ocupan por lapsos toda la calle. La policía municipal llega para insistir que despejen la circulación.
‘Bienvenido a Tijuana’
Tijuana ha sido construida con manos migrantes. Desde hace décadas, la mitad de su población está compuesta por gente de otro lado. En 1990, 45 por ciento de los habitantes de Baja California habían nacido en otro estado. Pero en Tijuana, eran mayoría: 56 por ciento.
Los números se mueven cada año, pero en promedio, la población no nativa en esta ciudad es el triple del promedio nacional.
Con los años, el perfil de los migrantes también ha cambiado. Los primeros venían de paso a Estados Unidos, y muy pocos se quedaban. Un de ellos fue Octavio, un guerrerense que conduce lo mismo un camión de carga que un automóvil de Uber, dice que para él esta tierra le ha brindado la oportunidad de crecer.
Octavio salió de Chilpancingo una década atrás, indeciso de cruzar a Estados Unidos. Aquí consiguió trabajo en una tienda Elektra, pero con jornadas de ocho horas y no 12 como en su tierra. Eso lo motivó a quedarse. Con el tiempo, dice, se fue diluyendo la cosquillita de cruzar la línea. Se acostumbró a la ciudad. Admite que puede parecer un lugar peligroso, sin embargo, asegura que Tijuana “es como la canción: ‘te asusta pero te gusta’”.
Además, apunta, en Guerrero la violencia está desbocada. “La verdad se ha descompuesto muy feo allá, acá al menos puedes trabajar”.
Otros pobladores mantienen un lazo familiar con Estados Unidos desde aquí. Es el caso de Ramón, de 48 años, quien llegó deportado en 2010, tras vivir un cuarto de siglo en Hampton, California.
“La última (visita a la) Corte que tuve, para renovar mi permiso de trabajo, el juez nos leyó la cartilla. Me dijo que ya llevaba 25 años en Estados Unidos, 18 con permiso de trabajo, y que nos tocaba ahora la residencia, que uno de los dos teníamos que salir, mi esposa o yo, para arreglar la residencia. Nos dio cinco minutos para decidirlo”.
El hombre clasifica a los jueces en dos categorías: racistas y de buen corazón. Afirma que tuvo la mala suerte de enfrentarse a uno de los primeros. Ramón dejó a su esposa y sus cuatro hijos, que entonces tenían entre 3 y 15 años. Pero ya no o dejaron regresar.
Él decidió quedarse en Tijuana para no alejarse tanto. Ahora conduce un taxi y acude a los albergues a platicar con los migrantes. Dice que es duro andar en un lugar ajeno sin soporte. Su vida familiar continúa desde México. Su hija mayor, presume, quiere pertenecer al FBI. La segunda será licenciada en derecho. “No debería ser así, pero he vivido esas cosas desde acá”, dice resignado.
Donde comienza la patria
La población flotante en Tijuana (y de varias ciudades de la frontera) está compuesta por tres tipos de migrantes: personas en tránsito hacia Estados Unidos; mexicanos repatriados después de haber permanecido en ese país sin documentos; y solicitantes de asilo, ya sean mexicanos o extranjeros.
Este año se han sumado personas extranjeras retornadas a México que esperan la fecha de su audiencia con la Corte estadounidense, contempladas en los Protocolos de Protección a Migrantes, que se formalizaron en el acuerdo binacional del pasado 7 de junio, aunque realmente fueron definidos por Estados Unidos desde el 29 de enero. Es decir, mucho antes, incluso, de que el presidente Donald Tump lanzara la amenaza arancelaria que provocó las negociaciones para que los solicitantes de asilo esperen en México.
La Cancillería les llama “Internaciones en México de solicitantes de asilo en Estados Unidos”. Comenzaron en febrero en Tijuana y en mayo en Ciudad Juárez, Chihuahua. Hasta el 11 de julio, Baja California había recibido más de los 10 mil que dijo que canciller Ebrard que recibiríamos: 6 mil 949 en Tijuana y 3 mil 887 en Mexicali.
La permanencia de los migrantes que esperan la fecha de su audiencia en la Corte de Estados Unidos, extendida durante meses, mantiene los albergues al tope de su capacidad y muchos operan con sobrecupo
En Tijuana existen alrededor de 40 albergues para distintas poblaciones, pero 17 específicamente de migrantes; de ellos, 12 son asociaciones civiles y cinco de tipo religioso. Nacieron de la necesidad de atender a los mexicanos deportados, pero se han ido adaptando a las nuevas necesidades.
Es una ciudad con 23.2 kilómetros de frontera física, que inicia en Playas Tijuana, “donde comienza la patria”, dicen los pobladores. Ese el punto de arranque de la frontera norte mexicana, dividida desde el mar. Los vacacionistas se fotografían con agentes de la Border Patrol que vigilan en cuatrimotos y los niños juegan a cruzar fronteras a través de las rejas tan amplias que son incapaces de detenerlos.
Pero en Baja California hay unos 2 kilómetros sin muro, en El Nido de las Águilas, uno de los puntos de cruce identificados. Otro es un paraje cercano a Tecate, conocido como el El Hongo, donde hace un par de años se registraron altos índices de secuestro a migrantes.
A pesar de que en Tijuana la valla metálica es ya un símbolo identitario, no es tan vieja como parece. Hasta hace unos 30 años, sólo había alambres de púas. Después, fue una malla ciclónica corrediza. La valla actual de doble compuerta comenzó a construirse en la década de los 90, cuando George Bush era el presidente de Estados Unidos y Carlos Salinas el de México.
Es la paradoja de la globalización: el libre tránsito se cerró justo cuando se abrieron las fronteras al intercambio de mercancías.
Oleadas migrantes
A los extranjeros que Estados Unidos está enviando a México para que esperen su trámite de asilo se suman los repatriados (mexicanos que son devueltos). Tijuana recibe más que ninguna otra ciudad del país: solo entre enero y mayo de este año han regresado 19 mil mexicanos.
Y a todos ellos hay que sumar los migrantes en tránsito que llegan cada día y que se multiplicaron con las caravanas, a partir de octubre de 2018.
Salomé Limas, trabajadora social y religiosa católica, perteneciente al Instituto Madre Asunta, identifica los cambios en la migración desde 2013: “Lo que más tenemos son personas desplazadas por la violencia, mexicanas y centroamericanas. Y ahora retornadas”, dice.
“Eso pone en caos a la ciudad. Si en los albergues el flujo de las mujeres era constante, ahorita está paralizado. Siguen llegando personas a la ciudad y creo que no falta mucho tiempo para que haya personas durmiendo en la calle. Pueden ser centroamericanas, pueden ser mexicanas, de donde sea”, advierte Salomé.
Los albergues están a tope. El Instituto Madre Asunta, por ejemplo, tiene capacidad para 44 personas y, hasta la última semana, alojaba a más de 130.
José María García, coordinador de la Alianza Migrante Tijuana, recuerda que a partir de 2016 a la ciudad llegaron paulatinamente alrededor de 20 mil haitianos; de ellos, unos 16 mil cruzaron a Estados Unidos y 4 mil se quedaron en Tijuana y Mexicali.
Familias completas que buscan llegar a Estados Unidos eligen Tijuana por ser considerada una frontera menos insegura que el resto
El activista ubica mayo de 2017 como punto de partida de la llegada de grupos en caravana. Hasta ahora, ha contado 13. La más grande fue la que llegó en noviembre de 2018, cuando alrededor de 5 mil 500 personas fueron instalados en la Unidad Deportiva Benito Juárez.
El 28 de ese mes, en una manifestación para demandar que se les permitiera cruzar, unos 500 migrantes rompieron la valla de seguridad del Chaparral y corrieron al canal del río de Tijuana. Los que intentaron trepar la valla fueron dispersados por la patrulla fronteriza con gases lacrimógenos.
Es la otra paradoja: la ciudad en la que más de los pobladores son migrantes, los brotes de xenofobia crecieron e incluso hubo manifestaciones contra la presencia de los migrantes.
“Se polariza la comunidad tijuanense contra esas personas. Genera un rechazo porque mucha gente quedó parada seis horas, estacionada con sus carros en filas interminables. La gente que iba a cruzar caminando tenía que hacer una fila enorme, se quedaron atorados los que venían de Estados Unidos hacia México. No pasaba nada”, recuerda José María García.
Chema, como lo conocen, dice que hasta cierto punto se ha vuelto a la normalidad. Pero le preocupa que los albergues absorban la atención a los migrantes como puedan.
“El problema de hacinamiento que tenemos es que se va acumulando la gente porque no entran tan rápido Estados Unidos. Si llegan los deportados los poquitos que llegan tienes que atenderlos en los distintos albergues. Si llegan migrantes en tránsito nacionales también los tienes que atender. Si llega comunidad del extranjero, pues también los va a atender aquí. Y ahora la comunidad extranjera que llegase retornada y se queda aquí”, advierte el activista.
El acuerdo binacional para frenar la migración a cambio de no imponer aranceles a México sólo formalizó las prácticas. “No había un acuerdo claro, pero en la práctica eso ya estaba ocurriendo”, insiste,
Recién entró en vigor el acuerdo con el gobierno estadounidense, la Guardia Nacional comenzó a patrullar la zona norte de Tijuana, que concentra el mayor número de albergues. Hasta ahora, no ha habido detenciones.
El gobierno federal ha anunciado la implementación de un albergue con recursos públicos y capacidad para atender a 3 mil personas, pero aún no hay claridad sobre su operatividad.
El abogado Daniel Bribiesca, asesor de migrantes que han sido separados de sus familias, destaca que las personas que tienen cita en las cortes estadounidenses se enfrentan a las barreras del idioma y el abandono jurídico. “Un abogado puede estar representando a una persona a la vez y en ocasiones en las Cortes se ocupa que un abogado esté con una persona y simultáneamente con otra”.
Explica que antes existía un beneficio provisorio conocido como TPS, que permite a personas de algunos países que ya están en los Estados Unidos trabajar legalmente de forma provisoria, debido a ciertas condiciones de su país. Entre los beneficiarios estaban migrantes originarios de El Salvador Guatemala Honduras y Nicaragua. Sin embargo, eso terminó con la llegada de Donald Trump dice el abogado, que cuestiona los argumentos de Estados Unidos para forzar a México a recibir a los solicitantes de asilo.
“Realmente de una crisis humanitaria por cuestiones de asilo fue en 2017. Se tuvieron juntos a los haitianos, a cinco nacionalidades de africanos, a los centroamericanos y a los mexicanos”, destaca Bribiesca. La gran diferencia es que estas personas permanecían en los centros de detención de Estados Unidos. No como ahora.
‘Se pierden los sueños’
La tarde del primer domingo de julio, el centro de Mexicali luce casi vacío. Quien puede evitarlo se esconde del peso de los más de 40 grados centígrados.
Afuera del albergue Alfa y Omega, una decena de jóvenes centroamericanos se refugian bajo una cornisa. Llegaron retornados al tercer punto fronterizo con más personas en su condición.
Mexicali es una de las dos ciudades en Baja California que recibe a migrantes extranjeros retornados a México. Con menor infraestructura que Tijuana, los albergues batallan para sostener el flujo de personas con recursos propios.
Araceli Avilés, una de las 10 voluntarias del albergue, se nota exhausta. Explica que la situación que viven es crítica. La bodega de zapatos que rentan y acondicionaron como albergue tiene capacidad para 200 personas durante el verano, pero en la actualidad reciben a más de 450, la mayoría retornados de Estados Unidos.
çAraceli pide ayuda a las autoridades mexicanas. Dice que muchos de los niños que han vuelto regresan enfermos de varicela. Las huellas de la enfermedad se notan en los rostros de algunos. En Mexicali, sólo seis albergues reciben migrantes.
Reunidos en el patio del lugar, para evitar el encierro del calor en los dormitorios con techos de lámina, los migrantes pasan el tiempo sin hablar mucho.
“Uno trae a estos niños consigo porque no quiere que lleguen a ser unos pandilleros. De eso venimos escapando, dice José Sarmiento, quien viaja con su hijo de 10 años.
“El calor es tremendo. Compramos hielo, ahí está el termo, para tener agua y darles, también sueros. Hay veces que sí tenemos para comida y hay veces que no. Hoy no han comido nada porque no hay”, dice Juan Fernando Jerez, guatemalteco que viaja con su hijo de 10 años.
En Mexicali pasan de las 5 de la tarde. El hombre cuenta que salió de su casa el 11 de junio y llegó a esta ciudad el 23. Tiene fecha de audiencia el 23 de agosto, pero ahora dice que prefiere regresar.
“Se pierden los sueños. Lo que Migración está haciendo sufrir a los niños no es nada legal para mí. Hay derechos humanos y de verdad, por la catástrofe que hemos sufrido nosotros en el departamento de Chimaltenango Escuintla y todo lo que es Zacatepeque, hubo muchas ruinas, muchas muertes, se murieron personas. Venimos pensando que había en Estados Unidos algo mejor y está terrible”, lamenta.
“Es muy doloroso de verdad. No tienen ni tantita compasión. Es algo desafiante esto que está haciendo Donald Trump”.
Tomás Diosdado, coordinador del albergue, relata que el primer retornado llegó a este sitio, situado a unas cuadras de la garita. Era un hondureño que en su momento captó los reflectores de la prensa. Pero después también decidió regresar.
“Después de tres citas y una de llenado de papeles, es decir cuatro citas, nos dijo: ‘No traigo los papeles que ellos me están pidiendo. No tengo para el abogado’. Y se la acabó el recurso. Desistió y se fue para su lugar de origen”, explica el pastor evangélico.
Las temperaturas superiores a los 40 grados agudizan la crisis en las bodegas de Mexicali que han sido adaptadas como albergues para recibir a los migrantes retornados de Estados Unidos.
Pero no todos pueden regresar. Josefina (es su nombre ficticio) es una de las personas extranjeras retornadas a México después de intentar cruzar la frontera sin visa. Huye de Guatemala no por pobreza sino para salvar su vida. Tiene estudios profesionales y era dueña de varios negocios por los que pagaba cuota a la mafia. El vínculo de alguien que se convirtió en su familiar político generó una persecución en contra de su familia nuclear.
La acosaron a ella y sus dos hijos, de 15 y 5 años. Las amenazas se materializaron en pesadillas. Le quemaron sus negocios. Atentaron dos veces contra su hijo mayor. Se lo secuestraron en noviembre. No sabe nada de él.
La persecución continuó. Ella montó un nuevo negocio pequeño pero también se lo quemaron. La amenazaron con cortarle la cabeza. Con su hijo pequeño, se escondió donde una vecina durante un mes. Comían sólo sopas instantáneas.
La desesperación de los migrantes en el Chaparral se agudiza los días en que las autoridades estadounidenses no reciben a ninguno de los alrededor de 9 mil solicitantes de asilo.
Una madrugada huyó hacia el norte. Con su hijo menor en una mano y una biblia en la mochila. Ahora mismo, mientras observa cómo juega el niño a un par de metros, aprieta el libro con el que busca hallar un poco de paz.
La única opción que ve para vivir es que le den el asilo. Levanta la voz sólo al nombrar la posibilidad de ser regresada a su país. El llanto se le desborda. Por eso se tiró a cruzar la valla fronteriza. Tuvo su primera audiencia en junio y la volvieron a citar para el 1 de agosto.
Ahora evita opinar sobre las decisiones migratorias de los políticos que determinan su destino. Simplemente, no puede regresar.
“Dios pone y quita reyes. La política es política. En mi país está peor”, insiste. “Con la que acaba de quedar (se refiere a la candidata puntera en el proceso electoral, Sandra Torres), que se robó 37 millones, y los acaldes que acaban de quedar, ¿qué seguridad vamos a tener, si son narcos?”.