En pueblos golpeados por la violencia bajo el dominio de las FARC, cientos de mujeres se desplazaron hacia la ciudad de Medellín y otros barrios alternos para dedicarse a una labor de subsistencia y escape: el trabajo en el hogar para familias pudientes hasta guerrilleros. Reinalda y Marcela son el rostro de ese grupo que huyó con esperanzas, pero terminó atrapado entre el abuso y la explotación que se esconden detrás de una casa.
Cuando Reinalda Chaverra cumplió trece años, su madre la envió como “sirvienta” a una ciudad a 200 kilómetros de su casa.
Reinalda memorizó la fecha: viernes 17 de enero de 1986. En Tutunendo, un pueblo afro en el noroeste de Colombia –y el tercer lugar más húmedo del mundo–, llovía a cántaros y la trocha era un pantanal. El bus partió a las siete de la mañana de Quibdó, la cabecera municipal más cercana. Por su pueblo se detuvo a las ocho. A esa hora, ella estaba sobre la vía con un vestido a las rodillas y un morral pequeño emparamado.
No iba sola. Libardo, un señor alto, de brazos grandes, le sostenía la mano. Era la segunda vez que lo veía. Él, que era hermano de su padrastro, había visitado días antes a su madre con la intención de llevarse a la niña a Medellín, a casa de una familia acomodada que buscaba a alguien para cocinar, limpiar y cuidar a tres niños.
–Le echó el cuento a mi mamá, Fermina, de que me iban a llevar a la escuela, que me enseñarían a leer y a escribir y que me darían vestimenta. Yo lloraba, imploraba que no me llevaran…
Desde los seis años, Reinalda cuidó de sus tres hermanos pequeños: ‘Neneco’, Ventura y Jorge Luis, quien falleció por una fiebre sin atención médica. Lo hacía sobre todo los fines de semana, cuando la madre salía de la finca en la que vivían y se iba de viernes a domingo a algún lugar del pueblo que nunca reveló.
Reinalda y sus hermanos quedaban al cuidado del abuelo, que no sabía leer ni escribir, pero eso sí, llevaba la cuenta de en qué día del año estaban y calculaba la hora con la posición del sol.
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:desc:HUÍDA. Reinalda es el rostro visible de quienes se dedican al trabajado en el hogar debido al desplazamiento forzoso y la pobreza. Foto: Paula Thomas / Mutante
No había calendario ni relojes. Tampoco electricidad ni acueducto –solo llegaría a Tutunendo tres décadas después–. Con los recipientes de la leche fabricaban lámparas de petróleo con las que iluminaban las noches. Las heces y los deshechos de comida se enterraban en el patio trasero. Los platos, la ropa y el cuerpo se lavaban en el río, a media hora de camino. Las mujeres, desde los cinco años, eran las únicas responsables de los quehaceres.
–Si no sabíamos remendar una camisa, no servíamos para nada. En la casa estaba la educación que necesitábamos. Por eso en mi familia los hombres fueron los únicos que asistieron a la escuela.
Reinalda veía la situación y le parecía normal, lo que debía ser. De hecho, aunque el desarraigo ordenado por su madre aún le duele, fue natural para ella convertirse en trabajadora doméstica a los 13 años, sin paga, sin afiliación a los sistemas de salud y pensión, bajo condiciones de violencia y excluida de cualquier derecho del que debería gozar una niña.
La situación del trabajo doméstico en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX explica la normalización de las violencias sufridas por Reinalda y cientos de miles de trabajadoras domésticas hasta el día de hoy.
Solo hasta 1950 el país anuló una norma que permitía el “arrendamiento” de criados domésticos, y aún a finales de los años 70 operaba un artículo del Código Sustantivo del Trabajo que estipulaba: “Prohíbase el trabajo nocturno de menores de diez y seis (16) años, con excepción del servicio doméstico”.
Magdalena León, socióloga, feminista, y quien desarrolló los primeros estudios sobre trabajo doméstico en Colombia, cuenta que desde 1985 el pago de la seguridad social (salud y pensión) es obligatorio para las trabajadoras. Sin embargo, los trámites de afiliación siempre fueron confusos, no existían sanciones por el incumplimiento de la norma y la mayoría de empleadores la ha pasado por alto sin mayores consecuencias.
Si no sabíamos remendar una camisa, no servíamos para nada. En la casa estaba la educación que necesitábamos.
En el 86, Reinalda no tenía un salario. A la primera experiencia con aquella familia para la que trabajó en Medellín –y cuyos apellidos no quiere mencionar– la llama esclavitud.
–Trabajaba de domingo a domingo. No tenía ni un día de descanso y no podía salir ni siquiera a la puerta. En dos años que estuve ahí nunca conocí el centro de la ciudad. Mi paga era ropa vieja.
Las promesas de que le enseñarían a leer y a escribir y de que iría a la escuela nunca se cumplieron. Sus días arrancaban a las cuatro de la mañana. Antes de que todos en la casa despertaran, comenzaba a planchar los uniformes de los niños de cinco y siete años. Seguía la preparación del desayuno. A las 5 salían a sus trabajos el señor y la señora: él a una fábrica de gaseosas y ella a la casa de un ayudante del narcotraficante Pablo Escobar, donde también era trabajadora doméstica.
–En una de esas estaba asomada en la ventana que daba a la calle cuando la señora me pidió que entrara al niño que estaba jugando fútbol con sus amigos. Él no quiso, lo halé de la mano, y me echó una roca con la que me rompió la frente. Bañada en sangre, fui a ponerle la queja a la doña y me respondió que quién me mandaba a estar mirando para la calle.
Reinalda se devolvió y le zampó una palmada al niño. A cambio, la señora la sacudió de los hombros y a punto de devolverle la manotada, le dijo: “¡Le voy a enseñar que los niños se respetan!”.
El escarnio empezó con el golpe y siguió con la decisión de quitarle la comida a Reinalda. La mujer le puso una cadena y un candado a la nevera.
La iniciación de niñas en el trabajo doméstico ha sido horrorosamente frecuente en Colombia.
A los nueve años Marcela Gutiérrez fue enviada a Medellín para que fuera empleada en la casa de unos conocidos que habían migrado de Bagadó, un municipio de afrodescendientes, a 40 kilómetros de Tutunendo.
La niña salió de allí porque sus padres ya no podían sostener a siete hijos, y el conflicto armado tenía atemorizadas y empobrecidas a varias familias del municipio.
A finales de los años 90, las acciones de los grupos armados ilegales se recrudecieron en Bagadó y paralizaron al pueblo. Marcela tiene en la memoria la toma del 97: doscientos guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (Eln) atacaron el cuartel de Policía en la madrugada del último miércoles de enero, cuando terminaba la verbena en honor a la Virgen de La Candelaria.
Más tarde, en octubre del 2000, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) ocuparon el casco urbano y le impidieron a más de cinco mil habitantes salir de sus casas por varios días. Cuando pudieron movilizarse, los Gutiérrez prefirieron desplazarse a Quibdó antes que arriesgarse a un nuevo confinamiento en un pueblo en el que ya no se podía pescar ni sembrar.
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:desc: DISCRIMINACIÓN. A los 13 años, Marcela Gutiérrez percibió parte de un sector desigual al que ella pertenecía: sus platos estaban separados y, en ocasiones, sus porciones o el tipo de comida eran distintos –peores– que los del resto. Foto: Paula Thomas / Mutante
Los padres de Marcela pensaron que enviando a su niña lejos reducirían costos e incluso le darían una mejor vida, pero en la ciudad las cosas no mejoraron para ella. Aunque podía ir al colegio, debía levantarse a las cuatro de la mañana a lavar, planchar y cocinar para los hijos de la familia, todos mayores que ella. La jornada se extendía hasta las once de la noche.
A los 13 años, Marcela tuvo una segunda experiencia como empleada doméstica en Quibdó, capital de Chocó. La empleadora era la hija de un exgobernador del departamento.
Por ese entonces Marcela ganaba 200.000 pesos colombianos, tres cuartas partes del salario mínimo de la época, aunque si se comía algún dulce o alimento por fuera de las tres comidas del día se lo descontaban. Sus platos estaban separados y, en ocasiones, sus porciones o el tipo de comida eran distintos –peores– que los del resto.
–Si yo tenía algún reparo sobre las condiciones de mi trabajo ella decía: “Entonces se puede ir”.
Aunque podía ir al colegio, debía levantarse a las cuatro de la mañana a lavar, planchar y cocinar para los hijos de la familia, todos mayores que ella.
Este relato se suma a muchos otros que componen el informe Una trabaja porque tiene sueños: el trabajo doméstico en Colombia, publicado este año por la Escuela Nacional Sindical y la Universidad de Cartagena. En él se encuentran el relato de Angie, de la región de Urabá, noroeste de Colombia, quien a los siete años lavaba platos en las casas de vecinas para conseguir comida para sus hermanos; el de Otilia, quien a los diez trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche en una casa de familia en Cartagena; y el de Teresa, quien con la misma edad fue enviada de Urabá a Medellín, a una casa donde despertaba de madrugada a hacer arepas y alimentar gallinas.
Reinalda, quien hoy defiende los derechos de mujeres como ella en la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd), persigue un sueño: “que en Colombia no haya ni una niña tratada como esclava”.
Conscientes de la existencia de este fenómeno, las investigadoras y autoras del informe –la abogada Viviana Osorio y la trabajadora social Carmenza Jiménez– encuestaron a 145 trabajadoras del servicio doméstico en Cartagena y a 93 más en Urabá. Entre las primeras, el 18% dijo haberse iniciado en el oficio antes de los 17 años, mientras que el 57% de las de Urabá lo hicieron entre los 12 y los 18 años.
Las cifras oficiales sobre el trabajo doméstico infantil en Colombia están desordenadas o desactualizadas, pero permiten leer que la problemática sigue vigente y ha existido por años, marcando profundamente la historia de miles de mujeres, adolescentes y niñas invisibles.
El Ministerio de Trabajo reportó que en 2013 más de 20.000 menores de edad eran trabajadoras domésticas: 14.000 por días y 6.000 en la modalidad de internas.
La última encuesta de Trabajo Infantil del Dane (Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia) no especifica cuántas niñas y niños se dedican al trabajo doméstico en el país, pero sí muestra que, hasta diciembre de 2018, 475.000 personas de los 5 a los 17 años realizaban oficios del hogar por 15 horas o más durante la semana, lo que para la Organización Internacional del Trabajo (OIT) se llama “trabajo adicional”.
Durante la investigación, algunas mujeres le contaron a Osorio y a Jiménez que el trabajo doméstico infantil pervive en zonas como Urabá, donde hay “patrones” que van a pueblos y veredas a buscar niñas a las que le ofrecen $200.000 o $300.000 pesos colombianos –una tercera parte del salario mínimo vigente– por ser sus trabajadoras domésticas.
“En algunas familias se considera que enviar a niños y niñas al trabajo puede incrementar los ingresos familiares, o que entregar a sus hijos para ser trabajadores internos puede disminuir costos”, explica la investigadora.
Y si la pobreza es un factor de riesgo, la migración del campo a la ciudad, sobre todo aquella derivada de conflictos sociales, tiene impacto en la seguridad económica de las familias, aumenta la vulnerabilidad de las niñas al trabajo infantil, trunca sus proyectos de estudio y tiene desastrosas consecuencias en sus vidas.
Migración, violencia y trabajo doméstico se tejen en un ciclo perverso para las mujeres colombianas. En muchos casos, el círculo comienza en la infancia y se perpetúa hasta la adultez. A Reinalda las tres condiciones, hiladas una de la otra, le atraviesan la vida.
En el barrio Doce de Octubre, al noroccidente de Medellín, comenzó el verdadero calvario para Reinalda. Fue allí donde la guerra finalmente la alcanzó.
En la casa donde siendo una niña se hizo trabajadora doméstica, los domingos nunca fueron libres, y muy pocas veces se le permitió salir del encierro. No obstante, entre las idas al mercado y ya con 15 años, un joven se ilusionó con ella.
Álex, “simpático” y casi de su misma edad, le dejaba cartas de amor debajo de una piedra, le decía que le gustaban sus labios y le ponía citas a escondidas. Aunque los dueños de la casa le advirtieron que tenía prohibido conseguir novio, Reinalda respondía de vez en cuando. Era la primera vez que la cortejaban.
El Doce es un barrio de periferia, ocupado sobre todo por familias de otros departamentos que huyeron del conflicto armado interno en Colombia o que buscaron mejor vida en la ciudad.
Migración, violencia y trabajo doméstico se tejen en un ciclo perverso para las mujeres colombianas. En muchos casos, el círculo comienza en la infancia y se perpetúa hasta la adultez.
A finales de los años 80 y comienzos de los 90, el Cartel de Medellín, liderado por el narcotraficante Pablo Escobar, armó y fortaleció a jóvenes en los sitios más deprimidos de la ciudad –incluido el Doce– para que estuvieran a su servicio. Así, más de 150 bandas criminales distribuidas por toda la urbe convirtieron a Medellín en el lugar más peligroso del mundo.
Reinalda no sabía a qué se dedicaba Álex ni por qué estaba siempre sentado en la misma esquina, hasta que un día intentó besarla a la fuerza.
–Cogí lo primero que vi, un pedazo de ladrillo y se lo tiré en la frente. Cuando menos pensé, Álex estaba bañado en sangre y a mí me pareció que comenzó a sacar del pantalón un arma. Me llené de miedo y eché a correr.
Más tardó ella en esconderse en un baño con los niños que cuidaba, que un grupo de jóvenes en encender la puerta, las ventanas y la fachada a punta de balas. Si se quedaba, iban a matarla por haber herido a uno de los miembros de una banda ‘Los Cocoricos’. Así que Reinalda salió del Doce de Octubre con la ropa que recibió por dos años de trabajo, custodiada por policías y sin certeza sobre su futuro.
Su vida siguió entre Tutunendo y Quibdó, entre casas de maestros y policías donde se desempeñó como trabajadora doméstica, con salarios hasta cuatro veces inferiores al mínimo legal. Sin horario, sin afiliación al sistema de salud y pensión, sin pago de riesgos laborales, sin vacaciones y sin prima de servicios.
A los 22 años quedó embarazada de un hombre que terminó desentendiéndose de su hijo y revelándole que tenía otra familia. Sin soporte económico, tuvo que trabajar como interna en una casa en Quibdó y eso la obligó a dejar a su pequeño al cuidado de la abuela, con excepción de los domingos. Sus “patrones” no le dieron licencia de maternidad.
Era 1995, y el frente 34 de las Farc –la guerrilla con la que el gobierno colombiano firmó un acuerdo de paz en 2016– reinaba en ese territorio: espesas selvas y ríos donde la ausencia del Estado permitía mercados como el narcotráfico y la explotación ilegal de oro y madera. Por la época, igualmente, comenzaban a irrumpir grupos paramilitares, facciones de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) –desmovilizadas en 2005–.
La presencia de estos dos grupos ilegales, que se disputaban el control territorial, propició fuertes enfrentamientos entre estos y el Ejército. En medio de secuestros, reclutamientos forzados y violencia sexual, alrededor de 6.859 personas se desplazaron ese año en Chocó, según el Registro Único de Víctimas. Reinalda es una de ellas.
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:desc: SUBSISTENCIA. En Colombia, el 61% de las trabajadoras del hogar como Reinalda gana menos de un salario mínimo, el 77 % recibe alimentos como pago en especie y al 99% no les pagan horas extras. Foto: Paula Thomas / Mutante
Una noche tocaron a la puerta de la casa donde se hospedaba los domingos en Quibdó. La dueña y sus hijas miraban televisión, las calles no tenían alumbrado público. Nadie se dio cuenta de que, cuando abrió la puerta, dos hombres encapuchados le apuntaron con un arma, la subieron a la fuerza a un carro y la llevaron a un lugar pantanoso en el que ella no se ubicaba.
Era un rancho hecho en guadua, enquistado en una selva tupida. Tanto que si Reinalda se movía unos pocos metros ya no veía la casa. El clima era sofocante y había 15 hombres armados, entre mestizos, indígenas y negros. No llevaban camuflado, pero sí ropa oscura.
Nadie le dijo a Reinalda por qué estaba ahí —ella intuye que fue por cuenta de un familiar paterno, que terminó involucrado en una riña en la que murió el primo de un jefe paramilitar—. Desde el primer día los hombres le delegaron las labores domésticas: restregar la ropa, echar bultos de sal sobre la carne para que no se descompusiera, servir platos y lavarlos, e incluso disparar contra árboles para aprender a defenderse. Ella sentía que la muerte podía llegar en cualquier instante. Los días eran demoledores, pero la oscuridad acarreaba lo peor.
Cada noche, sin falta, ‘Pipo’, como llamaban al líder del grupo, se metía al lugar donde Reinalda dormía y, en sus palabras, “hacía y deshacía” con ella. El hombre, un mulato de pelo lacio, pero con rasgos de afro, la violó incontables veces, y aunque ella llorara, gritara y se resistiera, su fuerza la tumbaba.
Así transcurrió más de un año, y una noche, el revoloteo de un helicóptero del Ejército sobre las copas de los árboles –fue la única vez que apareció uno durante su cautiverio– descompuso a los miembros del grupo y los dispersó. Reinalda echó a correr hasta llegar a una carretera, donde el conductor de un camión le permitió subirse en la parte trasera, atestada de gallinas.
El hombre, un mulato de pelo lacio, pero con rasgos de afro, la violó incontables veces, y aunque ella llorara, gritara y se resistiera, su fuerza la tumbaba
Llegó a Quibdó, con la ropa hecha hilachas, espantada con la idea de que sus captores la encontraran. Se dijo a sí misma que no podía seguir en el Chocó, que tenía que regresar como fuera a Medellín.
Era 1996. Desde entonces no ha vuelto a pisar tierra chocoana.
Es difícil afirmarlo con precisión técnica, pero es muy seguro que la biografía de una amplia porción de las cerca de 753.000 trabajadoras domésticas registradas hoy en el país, se inscriba en este círculo de migración, violencia y explotación encarnado en Reinalda.
Camila Esguerra Muelle es antropóloga colombiana con estudios posdoctorales sobre cadenas de cuidado: mujeres que migran de su hogar como estrategia de supervivencia, y llegan a un destino donde deben desempeñar tareas domésticas ajenas.
En su investigación Migración y Cadenas Globales de Cuidado, que será publicada a finales de este año, encontró que hay una clara relación entre el desplazamiento forzado y el aumento de dedicación al trabajo doméstico en Colombia.
Según cifras inéditas que revela este trabajo académico, el número de mujeres que se desplazan y se ocupan en el trabajo doméstico en nuestro país pasó de 7.4 a 12.5 % en la última década, mientras que la cifra de trabajo en su propio hogar decreció: de 19,1 a 14,7%.
El Registro Único de Víctimas de Colombia, que reúne todos los casos reportados de ocurrencia de un hecho victimizante en el país desde 1985, no especifica cuántas víctimas de desplazamiento son trabajadoras o trabajadores del servicio doméstico. Le pedimos explicación a la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas y, a través de su oficina de prensa, nos respondió que el registro no segrega por ocupación y que “ese tipo de información no se maneja, porque generalmente las víctimas no trabajan, por eso piden ayuda del Estado” (sic).
La evidencia demuestra lo contrario. Las víctimas sí trabajan, y según Esguerra, cuando llegan a las ciudades, encuentran una primera oportunidad de ocuparse en un sector muy precarizado.
Por ejemplo, en ciudades como Medellín, una encuesta de la Escuela Nacional Sindical (ENS) en 2014 mostró que solo el 9,5 % de trabajadoras del hogar afrocolombianas que allí laboran nacieron en esa ciudad. Las demás llegaron de lugares donde el conflicto armado y las inequidades han impactado profundamente a las mujeres, como el Chocó y el Urabá, mientras que sus principales razones para huir fueron la falta de oportunidades laborales (57,1%) y el desplazamiento forzado (23,8%).
A eso se suma que estas mujeres generalmente carecen de condiciones para entrar al mercado formal —el 4,9% de ellas no tienen ningún nivel educativo, el 38,6 % solo tiene la primaria y el 22,5 % terminó el bachillerato, según la Gran Encuesta General de Hogares—. Para muchas, el camino más sencillo es dedicarse a las labores aprendidas en el hogar.
Si en Colombia son particulares las circunstancias relacionadas con el conflicto armado en las que migran las mujeres rurales, también lo es la forma en que la violencia las persigue en la ciudad y sus entornos laborales y barriales. Esguerra llama a este fenómeno “el continuum de la violencia en las mujeres desplazadas, que creen encontrar en el trabajo doméstico una puerta de salida a sus dolores y carencias”.
Reinalda lo llama a su manera: “los que nacemos estrellados, seguimos toda la vida estrellados”. En su caso, cuando creyó librarse de la violencia, expresada en un secuestro y en agresiones verbales y sexuales, se encontró con nuevos vejámenes.
Después del episodio en las selvas del Chocó, logró llegar a Medellín. El encierro durante su primer trabajo le impidió construir lazos fuertes de amistad, así que tuvo que partir de cero en la búsqueda de apoyo y empleo. Con frecuencia iba al centro, al Parque Berrío, concurrido por obreros y trabajadoras domésticas al caer la tarde. Ahí preguntaba de señora en señora por información sobre algún empleo disponible, hasta que una de ellas la remitió a una casa de familia.
Su nueva “patrona” era una profesora de un reconocido colegio privado en Medellín. Su esposo y el padrastro de sus dos niños los visitaba cada dos semanas, porque era capataz en Nápoles, la mítica hacienda del narcotraficante Pablo Escobar. En una de estas visitas coincidió con un viaje de vacaciones de la maestra con sus hijos. Como era costumbre, Reinalda le preparó la cena al señor y se fue a descansar al cuarto que le asignaron. A la puerta de esa habitación nunca le funcionó el seguro, y de eso se aprovechó el hombre para aparecérsele en calzoncillos con la intención de violarla.
–A mí se me revolvió todo, y me acordé de ‘Pipo’, entonces agarré fuerza y me encerré en un bañito que tenía la pieza, donde guardaba las trapeadoras y las escobas.
Reinalda, luego, logró escapar y refugiarse en la casa de una vecina. Allí esperó varios días hasta que la señora regresara de las vacaciones para contarle lo sucedido. Sin embargo, al volver, la maestra no le creyó y prefirió aceptar su renuncia.
Ninguna autoridad de la rama judicial sistematiza la violencia de género contra las trabajadoras domésticas, pues ni la Fiscalía ni el Instituto Nacional de Medicina legal registra la ocupación de las víctimas de violencia de género.
Desde la sociedad civil, la experta Viviana Osorio encontró que en cada una de las 293 encuestas que realizó en Urabá y Cartagena, sin excepción, apareció́ la violencia sexual. “Unas veces más evidente y otras más camuflada, pero siempre presente”.
Valentina Montoya, candidata a doctora en Derecho de la Universidad de Harvard, investiga los tipos de violencia a los que se enfrentan las trabajadoras domésticas de Medellín y Bogotá en los sistemas de transporte que utilizan. Según explica, desde los 80, con el proceso masivo de urbanización en Latinoamérica, la mayoría pasó de “internas” a “externas”, lo que modificó sus rutinas y las obligó a viajar diariamente de sus hogares a las casas de sus empleadores. Este cambio fue paulatino y tuvo lugar sin que los planeadores del transporte público ajustaran sus modelos. Al fin y al cabo, ¿quién iba a pensar que este sector laboral, silencioso para muchos, impactara tanto la movilidad?
Desde la sociedad civil, la experta Viviana Osorio encontró que en cada una de las 293 encuestas que realizó en Urabá y Cartagena, sin excepción, apareció la violencia sexual.
El impacto fue colosal. Según la Encuesta de Movilidad de Bogotá (2015), las trabajadoras domésticas son, por ocupación, quienes más tiempo gastan diariamente en el transporte público de la capital colombiana: 25% de su día, es decir, hasta seis horas diarias. En cuanto a dinero: se habla del 22% de su ingreso diario.
Montoya encontró que en estos largos trayectos enfrentan constante discriminación racial y sexual. “Aquellas afrocolombianas que usan el transporte público son llamadas de formas racistas y pocas veces les dan una silla, aunque estén embarazadas”, cuenta. Fueron varios los testimonios de mujeres que durante las entrevistas le contaron sobre trayectos en los que hombres desconocidos se masturbaban sobre ellas.
La violencia no siempre es explícita. A las trabajadoras domésticas de Colombia las toca sobre todo la violencia económica y patrimonial, está materializada en malos pagos e incumplimiento de las obligaciones que establece la norma para ellas, lo que termina empobreciéndolas aún más.
En nuestro país, el 61% de las trabajadoras domésticas gana menos de un salario mínimo, el 77 % recibe alimentos como pago en especie y al 99% no les pagan horas extras.
La Ley 1788 de 2016, la más reciente victoria de los sindicatos, que fue aprobada sin oposición en el Congreso, y que garantiza y reconoce el derecho a la prima de servicios para estas mujeres, tampoco arranca. Tres años después, la población que recibe esta prestación solo ha aumentado un 3,5%, según un reporte del Ministerio del Trabajo a la Mesa de Seguimiento de esta norma.
Solicitamos al Ministerio del Trabajo el número de pagos de prima de empleadores a trabajadoras domésticas desde que se expidió la norma, y nos respondieron que en Colombia no existe un registro de trabajadores domésticos ni de sus empleadores, por lo que no cuentan con esa información.
¿Cómo hacer entonces seguimiento a una norma que prometió disminuir los altos niveles de informalidad en este sector?, ¿cómo garantizar que tenga efectos reales en la vida de las trabajadoras del servicio doméstico? La respuesta de este Ministerio es que su estrategia consiste en realizar llamados a los empleadores, ruedas de prensa y pautas publicitarias.
Los inspectores no pueden entrar a una vivienda sin autorización de un juez de la República o del empleador, y como el país carece de un registro de empleadores, en teoría no hay a quien visitar.
Pero la formalización de estas mujeres es incluso incipiente en lo más esencial. En diciembre de 2018, la Planilla Integrada de Liquidación de Aportes (un sistema en el que se consignan aportes de salud, pensión y riesgos laborales en Colombia), solo registró los pagos en salud de 102.123 trabajadoras del servicio doméstico, mientras en pensión fueron 94.079 y en riesgos, 99.978.
Este escenario muestra que solo el 13 % de las trabajadoras domésticas de Colombia cotizan al sistema de salud y al de riesgos, y apenas el 12 % al de pensión, cifras que no han tenido variaciones desde 2014.
Según Salua García, cofundadora de Symplifica, empresa que ofrece servicios de formalización a los empleadores, muchas trabajadoras informales creen que la afiliación a la seguridad social implicará más costos que beneficios, entre ellos la pérdida de subsidios estatales. Mientras tanto, los empleadores ven muy complejos los procedimientos para afiliarlas. “Por eso creen que no es buen negocio ser formal”, dice García.
Independientemente de las motivaciones de empleadores y trabajadoras, lo anterior implica que al menos unas 600.000 mujeres están desprotegidas, sin incluir a las incontables migrantes venezolanas, que huyendo de sus propias violencias hoy buscan subsistir, en medio de los mismos atropellos del trabajo doméstico.
Y esto evidencia que el país está muy lejos de cumplir con lo estipulado en el Convenio número 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ratificado por nuestro Gobierno en 2012, y en el que nos comprometemos a garantizar un trabajo decente para este sector.
En el convenio se destaca un llamado a realizar inspecciones a los hogares donde trabajan estas mujeres para garantizar sus derechos. En Colombia dicha tarea quedó en manos del Ministerio del Trabajo. Sin embargo, Álvaro González, funcionario del Viceministerio de Relaciones Laborales e Inspección, reconoce que en el país las visitas a las viviendas están “altamente limitadas”.
Según dice, los inspectores no pueden entrar a una vivienda sin autorización de un juez de la República o del empleador, y como el país carece de un registro de empleadores, en teoría no hay a quien visitar. Además, las inspecciones no son rutinarias, como en otros sectores de la economía.
De tal manera que depende al final de las trabajadoras, de forma individual, denunciar los incumplimientos de sus empleadores, con todos los costos que esto acarrea.
En Colombia el poder público se ha ufanado de progresista expidiendo normas que, en el papel, defienden a este sector precarizado, pero a la hora de implementarlas nadie quiere responsabilizarse.
Por eso hay quienes plantean que el reto, más que legislativo, es cultural. “En Colombia una cosa es lo que dice la norma, y otra lo que dice la norma social”, señala María Fernanda Cepeda, investigadora del trabajo doméstico en Colombia y España. La antropóloga explica que el trabajo doméstico ha sido históricamente invisible porque se inscribe en las tareas del cuidado, las mismas que socialmente parecen asignadas por defecto a las mujeres.
¿Quién cuida a las cuidadoras? se pregunta. E inmediatamente responde que como sociedad no queremos ni hacernos ese cuestionamiento, pues abrir esa puerta es descubrir nuestro propio clasicismo, racismo y machismo. “El corazón de todo esto está en que se trata del trabajo del cuidado, y este, en nuestra sociedad, tiene el lastre de la discriminación”.
Lo que parece más fácil es seguir poniendo debajo del tapete el secreto mejor guardado de nuestra sociedad: de las trabajadoras domésticas depende que el país esté limpio y en orden, para garantizar que todos los demás –casi siempre más privilegiados que ellas– ejerzan sus funciones dentro del sistema económico que sustenta un “mejor futuro”.